Por meses el cine venezolano se borró. En octubre regresó a la cartelera con tres estrenos. Los filmes buscan recuperar el tiempo perdido, reconquistar al público y replantear formatos. Cada uno encontró un nicho de audiencia, una posibilidad de redimir la industria y un espacio de reflexión.
Salvando las distancias, las películas revelan las fortalezas y flaquezas del medio. En adelante comentaremos una de ellas.
El Amparo recibe la aprobación de la crítica local. Estiman el rigor de su puesta en escena, la calidad de su diseño sonoro, la credibilidad de su plantel de actores, la consistencia narrativa de su guion, la poética naturalista de su dirección, la vigencia de su mensaje de denuncia contra toda forma de poder (gubernamental y militar).
El gesto de resistencia de los sobrevivientes de la trama cala hondo en la memoria del espectador contemporáneo, afectado por el drama histórico de sentirse víctima de las conjuras, los crímenes y las injusticias de la banalidad del mal, del fascismo ordinario, de la brutalidad chavista.
Reconocemos en la ópera prima de Rober Calzadilla la pertinencia de exponer una tragedia del pasado, una masacre, con el propósito de atender a sus ecos en el presente, cuando persisten la impunidad, el abuso y la violación de derechos. En tal sentido, la cinta es incontestable.
Sin embargo, El Amparo confirma la tendencia de eludir la realidad contemporánea al imponerle un tratamiento distanciado y alegórico. Así puede sortear los obstáculos de los comités de censura del CNAC. En descargo de la propuesta, la estrategia rinde frutos porque logra darle vuelta al típico proyecto de su clase, para ventilar un asunto incómodo e ilustrativo de heridas profundas del Estado.
Por defecto, la obra contenta a los denostadores de la cuarta república, a los bobos de Zurda Konducta, a los hipócritas defensores del pueblo mancillado por el puntofijismo.
Se adapta, entonces, a una de las líneas de propaganda de la red oficialista. Además, comparte la visión reduccionista del clan de Mario Silva sobre el buen salvaje de origen proletario y humilde. Un progresismo acartonado y pragmático.
El Amparo sería una nueva versión del falso neorrealismo pictórico de Araya, en el que la bondad reside en la negación de la modernidad y la exaltación de una ruralidad impostada y demagógica (la de un grupo de actores interpretando disfraces de apureños, secundados por los típicos actores amateurs decorativos, quienes supuestamente vienen a brindarle consistencia y autenticidad al relato). La tesis anterior corresponde a la lectura del trabajo de Margot Benacerraf, hecha por María Gabriela Colmenares y Ricardo Azuaga.
En la comparación, los espontáneos le roban el show a los profesionales (atención con la caricatura de Walter Márquez).
El vanguardismo tímido apropia con retraso la morosidad del naturalismo argentino y la evaporación argumental de la escuela minimalista (italiana, iraní, asiática, mexicana, etc). En un momento sirvió para responder y contestarle a la hegemonía de los discursos grandilocuentes y espectaculares. Ahora, afirma Gerard Imbert, encubre la esterilidad de una dramaturgia redundante y predecible, tal como la firmada por la libretista Karin Valecillos, eficiente en la descripción de situaciones y atmósferas, escolar en la escritura de diálogos literales y duelos de frases lapidarias.
No ayuda la declamación teatral de los figurantes. El elenco falla en el proceso de mímesis y recreación del contexto. El protagonista exagera con el acento. Su compañero sube el nivel del conjunto, reduciendo el amago de histrionismo. El guardia nacional, al abogado y el policía son ejemplo de una estética anacrónica de telefilme en modo de Archivo criminal.
El fuera de campo despierta un intenso debate. Permite activar la inteligencia del respetable. Contribuye a perpetuar la espiral del silencio, evadiendo el compromiso de mostrar la masacre. La ficción manifiesta los límites de su filtro depurado, pacato y antiséptico. El cautiverio estira una historia fácil de comprimir en la duración de un corto.
El largo cierra con un simbólico funeral y una cita innecesaria a Kundera, en una apelación de autoridad de tipo universitaria. Recurso en desuso. El final conserva un adecuado tono pesimista y luctuoso, cancelando cualquier atajo complaciente.
El calvario de los sobrevivientes concluye la función, a la espera de una indemnización. Fuera de sus aspectos refutables, El Amparo ostenta el mérito de reivindicar a los mártires de ayer y hoy.