Existe consenso entre exponentes contemporáneos de diferentes disciplinas como la filosofía, la ciencia política, la psicología y la economía, entre otras, en cuanto a que vivimos en tiempos del llamado sujeto postsoberano.
A diferencia del sujeto soberano, autónomo y capaz de elegir conforme a la razón lo mejor para sí y para la sociedad en que vive, concebido por la Ilustración racionalista liderada por René Descartes, el postsoberano es un individuo afectado al momento de actuar por emociones, sentimientos y sesgos, que no siempre le llevan a elegir lo mejor, lo justo o lo más beneficioso.
Asunto de la mayor relevancia el anterior, en la medida en que las instituciones que hacen posible la sociedad abierta, esto es, las instituciones de la democracia, el libre mercado y el Estado de Derecho, fueron ideadas en gran medida asumiendo la existencia del sujeto soberano, que es capaz a través de la razón y del control y sometimiento de sus emociones, de dar respuesta a los conflictos y desafíos derivados en la vida en sociedad.
Pero si observamos a las sociedades reales en nuestro tiempo, y los estudios que de ella hacen las disciplinas antes mencionadas, se advertirá sin dificultad que las personas en general usamos la razón para tomar muchas de nuestras decisiones y adoptar conductas, perseguir fines, etc., pero que no es la razón –nunca lo ha sido– la que nos impulsa a hacer tal o cual cosa, sino que más bien son emociones, sentimientos, afectos, los que de forma consciente o inconsciente nos mueven a usar la razón de una u otra manera.
Ya David Hume lo había advertido, ratificando lo que los antiguos filósofos griegos habían detectado: que la razón no puede ser sino esclava de las pasiones, de los afectos. De este modo, no es solo en contextos éticos, lúdicos o estéticos cuando los individuos somos impulsados por las emociones a actuar o no actuar, a defender y promover una postura u otra, sino también en contextos morales, económicos y políticos.
Esta constatación es la que causa pavor en muchos, pues se entiende que las emociones, por su carácter “irracional”, no son aliadas naturales de la democracia, el libre mercado y el Estado de Derecho, sino que más bien lo son de los populismos, los autoritarismos y los colectivismos, y que la oportunidad que tienen aquellos de prevalecer en las sociedades actuales pasa por formar sujetos lo suficientemente racionales como para rechazar estos movimientos antiliberales, a partir por ejemplo de cálculos costo-beneficios y utilitarios.
Dicho de otra manera, sostienen algunos, que solo en la medida que cada vez más y más personas logren anular emociones como el resentimiento, el odio, la envidia, el amor, la compasión, la admiración o el miedo, al momento de actuar en los campos de la moral, la economía y la política, y se guíen en exclusiva por la razón, es que podrá asegurarse la libertad, el pluralismo, la alternancia en el poder y la generación de riqueza.
Que es justo lo que no parece hacer el sujeto postsoberano actual, cuyas emociones son constantemente estimuladas no solo por movimientos colectivistas –nacionalismos, ideologías de género, etc.–, sino por las nuevas tecnologías y formas de entretenimiento, la corrección política, la victimización creciente y el llamado “sentimentalismo tóxico”, lo que le lleva a guiarse cada vez más por afectos y sentimientos, y no tanto por su razón.
¿Quiere ello decir que al faltar el presupuesto antropológico que la Ilustración racionalista concibió como base de las instituciones de la sociedad abierta, estas están condenadas a caer y ser sustituidas por las instituciones promovidas por los movimientos populistas y autoritarios, esto es, por autocracias, intervencionismos o planificación central y por justicia impartida desde una ideología oficial?
Es decir, ¿si no logramos anular o someter nuestras emociones mediante el uso de la razón, estamos condenados a ser manipulados por cantos de sirenas y ser víctimas de regímenes contrarios a la libertad individual?
Si consultamos a Manuel Arias Maldonado, Martha Nussbaum, Jon Elster, Victoria Camps, Steven Pinker y Deirdre McCloskey, entre otros pensadores contemporáneos dedicados a estudiar la relación entre emociones y razón en los campos de la política y la economía, la respuesta a esa pregunta será que no es necesario anular las emociones para evitar tal desenlace, sino que más bien lo que debemos hacer es educarlas, orientarlas, gobernarlas y, en lo posible, cultivar unas con preferencia a otras.
Lo anterior supone impulsar, en especial al interior de la tradición liberal, un nuevo “giro afectivo”, esta vez no como reacción desde las ciencias sociales al constructivismo de la Ilustración racionalista, sino como rescate de las ideas que sobre las emociones humanas desarrollaron la filosofía griega y las “otras” Ilustraciones, la escocesa de Hume y Adam Smith, y la radical, como llama el historiador Jonathan Israel, a la liderada por filósofos como Baruch Spinoza ante el racionalismo dualista cartesiano.
El giro propuesto implica varias cosas para la tradición liberal: a) cambiar su fallida relación con las emociones, verlas como valoraciones congnitivas, que aportan información valiosa y digna, acerca de cómo los individuos se ven a sí mismos y a la sociedad en que viven, y b) adoptar narrativas y argumentaciones dirigidas tanto a la razón como a las emociones, lo que implica equilibrar demostraciones con motivaciones afectivas para la acción.
También supone: c) dialogar y aliarse con otras tradiciones que valoran la libertad individual, a fin de ampliar su capacidad de persuadir y educar a las personas en el afecto positivo por la democracia, el libre mercado y el Estado de Derecho, y d) salir de la zona de confort de las discusiones técnicas, académicas y centradas en la economía, y volver a las ciencias sociales, el derecho, las humanidades y la cultura, para en esos terrenos disputar a los enemigos de la libertad, como el posmodernismo, el constructivismo y el socialismo en sus nuevas variantes, el predominio en los afectos y las ideas de las personas.
En palabras de Nussbaum: “…a veces, suponemos que solo las sociedades fascistas o agresivas son intensamente emocionales y que son las únicas que tienen que esforzarse en cultivar las emociones para perdurar como tales. Esas suposiciones son tan erróneas como peligrosas. Son un error porque toda sociedad necesita reflexionar sobre la estabilidad de su cultura política a lo largo del tiempo y sobre los valores más apreciados para ella en épocas de tensión. Todas las sociedades, pues, tienen que pensar en sentimientos como la compasión ante la pérdida, la indignación ante la injusticia, o la limitación de la envidia y del asco en aras de una simpatía inclusiva. Ceder el terreno de la conformación de las emociones a las fuerzas antiliberales es otorgar a estas una enorme ventaja en el ánimo de las personas y conlleva el riesgo de que esas mismas personas juzguen insulsos y aburridos los valores liberales” (Emociones políticas, 2014, p. 15).
Centrados en el ámbito de la política, es sabido que la relación entre la libertad individual y la democracia como sistema de gobierno siempre ha sido problemática, pues aunque la democracia se basa en el voto individual de cada ciudadano, a causa de las instituciones a través de las cuales ella opera, como la regla de la mayoría y la realización de elecciones en las que abundan ofertas de corte populista o intervencionista, la democracia suele conducir, hasta con facilidad incluso, a la instauración de regímenes autoritarios.
Ese riesgo, hoy día, se ha potenciado por la sentimentalización de los integrantes de las sociedades actuales, a la que ya hicimos referencia. Puede incluso hablarse de un proceso acelerado de desracionalización. Los individuos de nuestro tiempo se muestran proclives a apoyar ideas, propuestas y movimientos antiliberales no a partir de análisis racionales de estas tendencias, sino al hallarse dominados por emociones contrarias al desarrollo de una vida libre y responsable, así como desinteresados, o hasta incapaces, en el uso de la razón, emociones que son abiertamente estimuladas, desde múltiples fuentes, con el deliberado propósito en muchos casos, de hacer caer a las sociedades abiertas.
De allí que ni el liberalismo ni otras tradiciones defensoras de la libertad del ser humano pueden seguir concentrando sus esfuerzos casi de forma exclusiva en la razón, tanto para generar sus argumentos, como para convencer a las personas de las ventajas que sus ideas ofrecen frente a lo que generan las que sostienen sus adversarios intelectuales.
Por lo que conviene, siguiendo propuestas como las de Arias Maldonado en La democracia sentimental, asumir que toca trabajar con un sujeto postsoberano, y que este es también apto para descubrir, valorar y defender la libertad, pero que requiere educación tanto en su razón como en sus emociones. Que deben generarse contenidos que le ayuden a guiar a estas últimas, comprenderlas y conducirlas hacia lo que le aleje del estado de tristeza –ese que antecedió en Venezuela la llegada del chavismo– y le acerca y mantenga en el estado de alegría –de afecto y valor por lo que asegura la libertad, el respeto, la solidaridad y la confianza–, en términos de Spinoza. Es decir, generar una ética liberal basada en virtudes rectoras de las emociones humanas.
Comprender, siguiendo a Camps en su estudio de los clásicos, que: “…las emociones son los móviles de la acción, pero también pueden paralizarla. Hay emociones que nos incitan a actuar, otras que nos llevan a escondernos o a huir de la realidad. Todas las emociones pueden ser útiles y contribuir al bienestar de las personas que las experimentan, para lo cual hay que conocerlas y aprender a gobernarlas. Es posible hacerlo, porque las emociones, al igual que tantas otras expresiones humanas, se construyen socialmente. Es el contexto social el que enseña a tener vergüenza o no tenerla, el que sienta las bases de la confianza, el que indica qué hay que temer o en qué hay que confiar, el que propicia o distrae de la compasión. Cambiamos de mentalidad o de opinión porque han cambiado también nuestros sentimientos” (El gobierno de las emociones, 2012, p. 8).