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Vuelven a acumularse en menos de un año procesos electorales presidenciales y legislativos en Latinoamérica en los que, leídos en “clave venezolana”, llama la atención que habrá seis presidenciales entre los once miembros latinoamericanos del Grupo de Lima (Chile, Honduras, Costa Rica, Colombia, México y Brasil), pero también, inevitablemente, el peso político de las elecciones en entornos institucionales muy diversos y, más específicamente, las notables diferencias entre sus condiciones electorales.

En cuanto a lo primero, no es poca cosa que en la lista se encuentren aquellos cuya actuación internacional ha dado un giro significativo en tiempos recientes. La destitución de Dilma Rousseff, el cambio de Ollanta Humala a Pedro Pablo Kuczynski, el final del largo ciclo presidencial de los Kirchner con el triunfo de Mauricio Macri –fortalecido tras las recientes elecciones legislativas–, la iniciativa en la diplomacia regional tras el retorno del PRI al poder con Enrique Peña Nieto y la firma de los acuerdos de paz en Colombia han sido hasta ahora reflejo y refuerzo de cambios en la correlación de posiciones en el vecindario más cercano. Llegaron al poder o mudaron sus políticas gobiernos como los de Chile, Costa Rica, México, Colombia y Brasil para impulsar y comprometerse con iniciativas internacionales en apoyo a la recuperación de la democracia venezolana.

No sobra mencionar que las desmejoras en las condiciones económicas han hecho su parte en este giro hacia lo regional, pero la gravedad de la situación de Venezuela y su desbordamiento al exterior han hecho imposible darle la espalda. Hasta los socios, beneficiarios y acreedores más cercanos de la revolución bolivariana evitan ser asociados con su descalabro.

Teniendo en cuenta esta trágica versión extrema, en las elecciones por venir las sociedades latinoamericanas enfrentan el reto de protegerse del retorno de la tentación populista, personalista que erosiona la institucionalidad. En sus diferentes variantes el riesgo se asoma en la popularidad de Luis I. Lula da Silva y Andrés M. López Obrador. No ha sido ese el caso en Chile, que ahora pareciera inclinarse por la reelección de Sebastián Piñera ni, al menos en las venideras elecciones, en Colombia.

Conviene en estos tiempos reflexionar sobre el papel que las elecciones tienen en los avances y retrocesos del compromiso democrático nacional e internacional de los gobiernos. En el registro de las situaciones recién anotadas, salvo por lo diverso de la circunstancia brasileña, las elecciones dieron oportunidad cierta a la alternabilidad, incluso en la muy desnivelada cancha electoral argentina. Tan o más desigual fue la reciente competencia electoral ecuatoriana; con todo, el presidente Lenin Moreno, constatada la situación económica y política real de su país, va mostrando su disposición a atender intereses y urgencias distintas a las que sigue queriendo imponer su antecesor, socio político y gran promotor. Ecuador se encuentra, en realidad, entre los países de institucionalidad democrática muy debilitada; son aquellos en los que la convocatoria y realización de elecciones y consultas en nombre de la democracia participativa ha estado rodeada de condiciones que desfiguran la democracia para favorecer el control autoritario. Y mayor es esa desfiguración cuanto menor el apoyo popular. Es lo que han practicado los socios continentales de la Alianza Bolivariana, con Venezuela y Nicaragua, en ese orden, de primeros en la lista. Su degradación de los procesos electorales se ha concentrado en la manipulación de las condiciones legales, políticas y socioeconómicas que anteceden y rodean elecciones y referendos.

Con todo, las elecciones siguen siendo pieza clave para la recuperación democrática.

Vuelvo sobre la lectura de un volumen colectivo publicado hace casi diez años pero que sigue siendo útil como referencia para evaluar sin cortapisas el papel de las elecciones en la democratización o recuperación de democracia (Democratization by Elections, editado por Staffan I. Lindberg, Johns Hopkins, 2008). De allí, resumo que las elecciones pueden tener un papel crucial como instrumento para la democratización cuando se las concibe y trabaja arduamente desde el contexto más amplio de sus condiciones y desarrollo a la vez que con sentido estratégico, es decir, como un medio muy importante pero no como un fin en sí mismas. Es esa la perspectiva que veo prevalecer entre los demócratas que, dentro y fuera de Venezuela, siguen alentando y trabajando por una solución pacífica, democrática y constitucional. Así se entiende cuánto se han intensificado internacionalmente las medidas de presión y persuasión para lograr las condiciones que hagan de las elecciones presidenciales parte de la solución y no del agravamiento de la situación venezolana.

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