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El amor y sus misterios: la polémica alrededor de My Policeman

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My policeman de Michael Grandage intenta ser romántica, transgresora y dolorosa. Todo bajo la percepción del amor como un hecho trágico inevitable. Pero ya sea por su blando guion o su puesta en escena desordenada, el filme no logra profundizar en sus grandes temas.

En varias de las escenas de My policeman, el amor y el arte se entrecruzan en una mirada a lo sublime. Lo hace cuando en las primeras secuencias Marion (Gina McKee) recuerda hasta qué punto Patrick (Rupert Everett) le enseñó a mirar “la belleza”. A ella y, por supuesto, a su esposo Tom (Linus Roache). En una vejez apacible, los recuerdos son formas de un ideal o, al menos, así lo plantea la película. Mucho más, cuando la perspectiva del pasado resulta trágica y complicada para el trío de amigos.

Juntos recorren una travesía de la memoria, que conlleva de forma inevitable al recuerdo de un enigma que les une de forma indeleble. El guion insiste en que lo que se verá, será una historia poderosa pero destinada al sufrimiento. No revela de inmediato cuál, pero deja claro que el argumento del filme intentará relatar una versión elegante de lo prohibido. Pero también, la necesidad de reconstruir un paisaje casi intocado sobre lo que guarda la memoria y el profundo significado de las batallas espirituales invisibles.

Pero el guion de Ron Nyswaner de la novela del mismo nombre de Bethan Roberts no está a la altura de su premisa. Mucho menos tiene la suficiente sustancia para que el relato al subtexto sea algo más que una versión edulcorada del habitual amor clandestino. Al mismo tiempo, se trata de un juego ambiguo.

Los tres personajes son solo las versiones adultas de los verdaderos protagonistas. Los actores intentan mostrar algunas pistas de lo que ocultan. De la tensión de la culpa que golpea a Marion o la desesperación de Tom. Sin embargo, el argumento tiene tantos problemas para iniciar su historia, que todo tiene un aire a un desorden argumental difícil de unir en un hilo comprensible.

Lo que queda claro es que la llegada de Patrick a la vida de la pareja marca un recorrido por decisiones incompletas y angustiosas. Como si el pasado — en una paz relativa — fuera una recompensa triste a algo mucho más abrumador. El filme insiste en tantas formas en la tragedia que ya aconteció, que cuando el argumento comienza a relatar sus puntos más duros perdió interés. En especial porque el misterio a revelar no resulta tan apasionante o complejo, como el relato anunció una y otra vez.

Los dolores de un secreto a tres voces 

Cuando finalmente el filme comienza a relatar su historia, la dirección de Grandage tiene un aire frío, distante. Tanto como para deslucir todo el esfuerzo del argumento en mostrar anteriormente el hilo conductor que une a sus tres personajes principales. Pero la calidez y los evidentes sentimientos a flor de piel de las primeras secuencias desaparecen en un cambio de registro confuso.

Ahora es 1950 y el realizador parece intentar mostrar la rigidez de una época con una moralidad cristalizada en prejuicios con un punto de vista confuso. ¿Trata el argumento de profundizar en la idea de los pequeños accidentes que acaban por ser conflictos mayores? ¿De lo inevitable de un desastre emocional inminente? El filme no decide ningún ritmo o tono en particular, por lo que tiende a lo genérico.

De pronto, el guion avanza con caótica rapidez para mostrar cómo la joven Marion (interpretada por Emma Corrin) se enamora de Tom (Harry Styles). Ambos son una pareja con grandes diferencias. Ella tiene un espíritu educado y artístico. Él es un hombre de la clase trabajadora, un policía sin grandes sensibilidades. Pero que desea ver el mundo desde la perspectiva de Marion.

Poco a poco, la narración deja claro que para Tom comprender a la mujer que ama es de interés capital. Que, además, no podrá hacerlo solo. Por lo que ambos terminan por recurrir a Patrick (David Dawson), un experto en arte al que Tom conoció casi por casualidad. Lo que en el libro se analiza como un hilo inevitable de circunstancias dolorosas, en el filme es un hecho fortuito. Para la historia parece ser de considerable importancia dejar en claro que el amor es un accidente mayor. Tan impredecible como un suceso natural.

Mucho más, cuando la película se contradice a sí misma y muestra que, de hecho, Tom y Patrick viven una relación clandestina. Una sexual, arrolladora — o en eso insiste el guion — como para que sea inevitable engañar a Marion. El filme atraviesa un recorrido complicado a través de la percepción de la culpa, el deseo y la lujuria, sin explorar ningún tema. Mucho menos, sin que sus actores tengan la capacidad de expresar las múltiples capas de este romance destinado al dolor.

En especial Styles es incapaz de mostrar la ruptura emocional de su personaje. Las capas de angustia que debe atravesar por el mero hecho de sentir amor. Pero el registro histriónico del actor es tan escaso, que Styles la mayoría de las veces parece más confundido que abrumado. Una debilidad que el filme trata de compensar como puede con una puesta en escena bien construida.

Al final, el amor en todas partes

Resulta extraño y desconcertante que las mejores partes de la película sean las que interpretan los viejos amantes, convertidos en cómplices ancianos. Marion descubre la historia de amor — o mejor dicho, confirma sus sospechas — y lo hace a través de un diario. Un recurso común que habría resultado funcional e incluso, melancólico, de no ser utilizado de manera tan caótica.

El argumento nunca deja del todo claro cuáles son los sentimientos de Marion al descubrir un amor de la que fue testigo a la periferia. Mucho menos, el verdadero sufrimiento de Tom y Patrick, condenados a la soledad y al miedo. Deslucida, superficial y al final, artificialmente emocional, la película termina por ser una colección de lugares usuales sobre el amor. En especial, el que debe atravesar obstáculos insalvables. Un defecto mayor que termina por ser la mayor flaqueza del filme en conjunto.

 

 

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