COLUMNISTA

El ego de Elena

por Rodolfo Izaguirre Rodolfo Izaguirre

¡Hay muchos egos desbordados en el mundo! Atrapo uno al vuelo y es el de Elena.

Elena Petrescu se convirtió en Elena Ceausescu al casarse con Nicolae, el ominoso dictador rumano. Con voz airada e insolente acostumbraba decir: “¡Cuando dialogo no quiero que me interrumpan!”. Elena se casó con Nicolae en 1945 y estudió Ingeniería Química y obtuvo el título haciendo trampas. Uno de sus profesores, Dimitri Sandrunescu, se negó a graduarla en dos ocasiones, pero finalmente Elena encontró a uno que se doblegó. Defendió su tesis a puerta cerrada sin admitir preguntas y en su hoja de vida los títulos, premios y reconocimientos que amasó valiéndose de su encumbrada posición política al lado de su marido ocupan un considerable espacio en las enciclopedias rumanas: Medallas conmemorativas, varios doctorados honoris causa, algún Gran Collar. Francia, Italia, Inglaterra, Cuba, Argentina, Dinamarca, la Venezuela del doctor Caldera recibieron a este par de elegantes monstruos. ¿De qué le valieron a Elena tanta altivez, malacrianzas y honores?

Tenía 73 años cuando la fusilaron junto a Nicolae en la desolada mañana del 23 de diciembre de 1989, en el patio de un cuartel de provincia. Los rumanos visiblemente enojados se alzaron en una revolución y acabaron con la brutal represión y la tiranía de los Ceausescu y su tenebrosa Securitate o policía política. ¡Así pasa la gloria del mundo! Hay quienes tratan de rehabilitarlos y es posible que hayan levantado una estatua en el pueblo donde nació Nicolae, pero monstruo que viste de seda monstruo se queda.

Lo que conviene es amarrar el ego, sujetarlo firmemente para evitar que se suelte, que corra alocado, se expanda sin límite y le guste sobresalir, imponerse, considerarse único e irremplazable. Lo peor que puede pasarnos si nos encontramos cerca o disentimos de sus opiniones es que ese ego nos considere disminuidos, ratas, judíos, negros, marielitos, lacayos, maricones, fascistas, parásitos, oligarcas, gusanos, traidores a la patria. La afrentosa ignorancia de Hugo Chávez sigue viva por la escandalosa magnitud que alcanzaron sus vituperios: nos tildó de oligarcas sin percatarse de que él era el Número Uno de la nueva oligarquía de la comarca bolivariana, puesto que el diccionario define oligarquía como la forma de gobierno en la cual el poder supremo es ejercido por un reducido grupo de personas que pertenecen a una misma clase social. La definición ofrece, además, esta otra acepción: “Conjunto de algunos poderosos negociantes que se aúnan para que todos los negocios dependan de su arbitrio”. Resultaba evidente el boomerang porque no éramos nosotros los oligarcas. Le ocurría a Chávez meter la pata cada dos por tres. ¡La más catastrófica fue morirse! No le permitieron llevarse consigo su ego poderoso y lo dejaron expuesto en el Altar de la Patria. Por dársela de hombre culto habló una vez de ¡la tormenta! refiriéndose a la obra de Shakespeare y le dijeron: ¡No, mi Comandante, es La tempestad! En todo caso, peor lo hace su sucesor.

Los gusanos que yo vi moverse en los cuadros de Carlos Contramaestre en el Homenaje a la necrofilia, en pleno furor del Techo de la Ballena, eran gusanos que surgían de un arte irreverente. Querían expresar no solo que había malos pintores infiltrados en el informalismo, sino que todo estaba podrido: el arte, Miraflores, la propia vida. Pero los balseros que huían de la satrapía cubana o los cubanos que salían expulsados soportando las injurias de quienes los apostrofaban en el fascista capítulo de Mariel no eran gusanos: eran seres humanos que se negaban a aceptar la egolatría y la prepotencia de los hermanos Castro en la misma medida en que la diáspora venezolana no está integrada por entes del subsuelo, sino por seres que huyen de los agobios que sufren a manos de egos militares y personas de perversos corazones, y buscan con desaliento horizontes más firmes y de mayor luz.

La siguiente anécdota se le atribuye a Lisandro Alvarado, médico, naturalista, historiador, etnólogo y lingüista, pero igual podría pertenecer al vasto universo de las fábulas, de la literatura zen o de los textos edificantes. El episodio refiere que don Lisandro, cuya alma al parecer era de estirpe campesina, se encontraba sentado frente a la pulpería cuando un jinete joven y arrogante se bajó del caballo y le ordenó ¡ocuparse del caballo! Le dijeron que no ha debido hacerlo y le explicaron quién era don Lisandro. El hombre salió a disculparse y lo encontró cepillando al animal. “No lo hago por usted –dijo Lisandro–. ¡Lo hago por el caballo!”.

Egos sueltos y airados solo conducen a la intolerancia, a creerse uno superior a los demás; es un río desbordado que se lleva por delante todo lo que se interponga en su torrente, es el índice levantado de la verdad única, de la sentencia lapidaria del pensamiento único. Su desenfreno causa ofensas y desatinos; arbitrariedades, insensatez política. Más que una tarea de recuperación social, dominarlo vendría a ser un nuevo aprendizaje humano. Un viaje regenerativo, un viaje hacia la semilla, trepar al árbol pero sin romper la rama más frágil, la rama de la humildad. No debe ser fácil someter a un ego alterado, tendríamos que comenzar por reeducarnos espiritualmente, entender que somos parte de la naturaleza que nos rodea y nos alimenta; reconocer el carácter sagrado de nuestra propia vida, aprender a respetar y acariciar las cosas más sencillas. Evitar la manera de dialogar de Elena Ceausescu y aceptar que fue su ego alterado lo que le impidió escuchar la orden del fusilamiento; lo contrario habría sido recibir su muerte con afecto, serenidad y con los ojos abiertos.