Este artículo, en el que —como en otras raras ocasiones— hago justificado uso de la a menudo e injustificadamente mal acogida primera persona, me vi obligado a escribirlo a mano y luego transcribirlo a toda prisa en la computadora en esos pocos minutos que han pasado a convertirse, desde el tan advertido colapso de la red eléctrica nacional, en la hora (!) de una suerte de lujosa «dosis» diaria de energía suministrada tan solo en algunas de las numerosas áreas pobladas del país.
Con esta última estocada chavista, la peor de todas en un mundo en el que la electricidad se ha erigido en la gran diosa madre de la que, literalmente, todo lo que sostiene la civilización —y en buena medida la misma vida humana— depende, Venezuela ha sido reducida a la condición de peor entre los peores Estados fallidos existentes; una realidad que, por padecerla, sus ciudadanos entendemos en su total dimensión, al igual que sus causas y las implicaciones de las difíciles soluciones requeridas para transitar de esta a una de bienestar y auténtico desarrollo, por lo que incurren en un garrafal error quienes, tal vez por considerarnos a los más un hatajo de idiotas carentes de sus muchas luces, creen que de lo uno y lo otro solo nos hemos formado una distorsionada —y algo así como romántica— imagen por el influjo de lo tanto visto a través de los variopintos cristales que han dado lugar al séptimo arte.
Claro que quizás también confunden el entendimiento con su propia capacidad de aceptación, porque si bien en lo relativo a las soluciones de verdad factibles, y cuya implementación permitiría iniciar ese tránsito, lo primero es generalizado, tropieza lo segundo con una resistencia derivada del temor a lo que se podría perder para ganar aquella libertad sin la que ningún paso hacia el progreso puede ser dado, aunque lo que algunos olvidan —y otros omiten teniéndolo presente, por motivos menos excusables— es que las pérdidas, traducidas —entre otras cosas— en incontables y con frecuencia inadvertidas muertes por hambre, enfermedad y violencia, se vienen produciendo desde hace mucho tiempo en la nación a consecuencia del cautiverio en el que la mantiene un puñado de delincuentes que obran de acuerdo con su extrema psicopatía.
Esa resistencia, que persiste incluso ante el grotesco espectáculo de la fundición de todos los puentes de plata —y hasta de oro y platino— que se han puesto delante de aquel implacable enemigo, únicamente contribuye a difundir la celuloidea ficción de una salida negociada y atraumática a la crisis que está dejando vía libre a una ya conocida barbarie y, por tanto, alaproducción de mayores pérdidas y a la prolongación, del modo más terrible, de la casi bicentenaria maldición de nuestra historia republicana que Gallegos, por boca de su Manuel Ladera, expusiera con la inmortal frase: «un toro bravo, tapaojeado y nariceado, conducido al matadero por un burrito bellaco».
Ello, aunado a la obscena prevaricación de las fuerzas armadas venezolanas, verdadera traición a la patria, y a lo que puede llegar a transformarse en una larga espera del incierto término del nunca apresurado baile de la diplomacia internacional, ya ha comenzado a ensanchar los márgenes propicios para la transmutación de una horrenda criatura, reminiscencia apenas del hobbesiano Leviatán de tan malas maneras y tantas veces revivido, en un monstruo más cruento que aquellos que infestaron el planeta durante buena parte del pasado siglo, de cuyos rescoldos todavía emanan infinidad de males, y que no tendrá otro propósito que devorar todo —y a todos— antes de su segura destrucción… y este, por desgracia, no es el entretenido guión de una película.
Lo más lamentable es que mientras algunos bienintencionados, por el mencionado temor, se niegan a considerar tan siquiera la posibilidad de la ayuda de una fuerza externa que haga efectiva la presión interna, en otros —con mayor influencia sobre la opinión pública— la negativa responde al reflejo de rehuida de la dura y franca verdad —que no pocas antipatías granjea— condicionado por una ambición de poder que, para su pública danza política, los hace preferir el acompasado minué a un joropo bien «zapateao» al vivo ritmo, por ejemplo, deEl Currucha del olvidado maestro Plaza —el de la versión orquestada del himno nacional que constituyó la mejor banda sonora de la ardua construcción de una identidad democrática, de muchos, que a pocos no les resultó difícil demoler—.
@MiguelCardozoM