El blockbuster nació en los setenta con Tiburón, El exorcista, El padrino y Star Wars, puras cintas derivativas y posmodernas, luego devenidas en franquicias rentables.
Los ochenta crecieron, como industria, sobre las secuelas de los eventos de taquilla de la década anterior, imponiendo el paradigma del “high concept”, la fórmula de compresión máxima de una idea para lograr impactar en la boletería.
Michael Bay y Jerry Bruckheimer son punta de lanza de la época de los productores, con fines publicitarios, en lugar de los autores desplazados de la generación pasada.
Cínicamente crearon productos en masa, con estrellas y presupuestos disparatados, para enganchar y enamorar a millones de fanáticos. El alemán Roland Emerich, de Día de la Independencia, sería el remedo paródico de la tendencia mainstream.
Titanic rompió los récords de recaudación en los noventa. Luego Harry Potter y El señor de los anillos harían lo propio en el siglo XXI.
El arrogante James Cameron no podía aceptar el destronamiento de su reino y volvió a la cima del box office con Avatar. Pero no por mucho tiempo. El despertar de la fuerza y Pantera negra pulverizarían las marcas del rey Midas, ubicándose en lo alto del podio histórico.
Hasta que llegó el Thanos de Marvel y acabó con todo. Avengers: Endgame ha conquistado una cifra astronómica sin parangón en los anales de la meca. Disney se frota la manos como el titán de los grandes estudios, ante el avance del streaming de Netflix y de la piratería de la web profunda.
El arrase de Los Vengadores, en su despedida funeral, va camino a provocar uno de los cimas del milenio. Espectadores, críticos, distribuidores y exhibidores no serán los mismos, después del entierro de Iron Man.
Bajo tierra ha quedado la credibilidad de tanto influencer ramplón, del patio trasero, que se grabó gimoteando a la salida del cine, con lágrimas de cocodrilo que ni de Lupita Ferrer en una mala telenovela.
Qué pasará con el negocio de las salas, de ahora en adelante, resulta una incógnita de lo más inquietante. En el país llevábamos meses reportando funciones vacías que se llenaron, de un día a otro, desde el anuncio de la preventa de Endgame.
Cuando se logra un golpe de efecto, así de monumental, pueden ocurrir dos cosas. En un caso, el subidón se mantendrá por una mera lógica inercial de repetir la dosis de la fuente de adicción. Por el contrario, los fanáticos volverán a sus habituales redes de consumo de contenido gratuito, retirándose de las butacas de los complejos multiplex.
Por suerte, para las empresas del ramo, 2019 parece asegurado entre las explosiones colosales y las narrativas corales de las series del momento.
Acierta Eloy Fernández Porta en definir el actual instante de conmoción con el título de la era de los “metamedios”. En ella encaja, como aquel guante metálico del titán nihilista, el palo de selfie de la foto grupal de Avengers: Endgame, el éxtasis de los bucles demagógicos y ecuménicos de nuestro tiempo, buscando conciliar a polos extremos y opuestos. Un poco complaciendo los ánimos del progresismo, del capitalismo emocional, del existencialismo, del mesianismo, del colectivismo, a lo largo y ancho de tres horas en las que cabe todo.
Por eso, el asunto concita una algarabía global, que se asienta en el ánimo de conseguir una victoria, aunque sea de pantalla ancha, cuando las malas noticias del ascenso del fascismo se reportan en cualquier lugar del planeta.
De ahí que, al momento de reaparecer los Avengers, la audiencia estalla en una sonora ovación, que en Venezuela leemos como un llamado de urgencia para terminar de recibir la ayuda de la comunidad internacional.
Y es que hay Thanos en Venezuela, Estados Unidos, Rusia, Brasil, China, India y pare usted de contar distopías. De forma que el desenlace de la cinta nos consuela, aunque suene a consigna trillada, a lo “Vamos bien”. La esperanza siempre vende. El casting de imposibles hace lo demás.
En suma, un filme que es síntoma de un proyecto abarcativo por conciliar al nacionalismo de Capitán América con la agenda de reafirmación de la representatividad de Capitana Marvel, al porte gay de Brie Larson con el look hispter del nuevo Hulk, a la sangre fresca de Hombre Araña con el tono crepuscular de Steven Rogers, a la tragedia de Tony Stark con la caricatura autoconsciente de Thor, al melodrama con la ciencia ficción, a la nostalgia ochentera por Back to The Future con el aliento clásico de los atracos perfectos, al mainstream con el espíritu indie de autor.
La clausura de un ciclo que se gestó en la mente maestra de Stan Lee y que, por tal motivo, constituye el triunfo de un formato que antes era rechazado y condenado a la marginalidad.
Lo que me gusta de la cima de Endgame es que inspira a los que resisten y trabajan en condiciones de completa adversidad. Con esfuerzo alcanzarán la cumbre de Avengers, la cual honra el trabajo en equipo y el concepto de unidad en un estado de conciencia alterado sin límites de frontera, espacio y tiempo.
Aprendamos de aquí lo que se pueda replicar. Descartemos los emboles especulativos del segundo acto. Aceptemos los aciertos del primer y tercer contexto dramático. Discutamos la extensión que redunda y se aferra a un plano deglutido. No olvidemos que la vida sigue y que merece descubrir la diversidad que anula el efecto de mirarse en el algoritmo de los espejos complacientes. El narcisismo brinda gusto y gratificación como un like. No obstante, atenaza y estanca a una cultura estéril. En consecuencia, reconozcamos caminos alternos de elevación intelectual.
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