A Iván Duque le ha caído toda la fuerza del señalamiento del gobierno de Donald Trump, quien ha levantado en su contra dos veces su dedo acusador en los días pasados.
El eje de sus acusaciones tiene que ver con el incremento sensible del tráfico de drogas a Estados Unidos, que tiene su origen en la vecina tierra colombiana. Donald Trump, con su abrasivo e irrespetuoso estilo, ha personalizado lo que considera una falla de Colombia y ha dicho, refiriéndose al presidente Duque: «Este es un buen tipo (a good guy)… pero no ha hecho nada por nosotros, dentro del contexto de la llegada a Estados Unidos de volúmenes crecientes de psicotrópicos proveniente de la geografía neogranadina».
La reacción de Colombia no se hizo esperar. Así lo relata la prestigiosa revista colombiana Semana: “Es en este contexto en el que el presidente Duque, sin dar nombres propios, salió al ruedo por segundo día consecutivo a defender su administración y subió el tono al señalar en la noche del jueves, desde Barranquilla, que ‘a Colombia nadie le tiene que dictar lo que debe hacer, porque Colombia es un país que sabe cooperar internacionalmente”.
La realidad es que Colombia no necesita de recordatorio alguno de una tercera nación para combatir el narcotráfico y no es la afectación de Estados Unidos por la lacra de consumo ilegal estas sustancias lo que motiva a los colombianos a batirse en duelo con la siembra ilegal, que es el punto de partida de toda esa actividad criminal.
Nadie está más convencido que el presidente Duque de que si su país quiere algún día tener paz, ello pasa por la total asfixia y la completa eliminación de la actividad relacionada con la droga. A nadie se le escapa que es esta actividad criminal la que financia el terrorismo guerrillero que ha penalizado a Colombia por más de medio siglo.
Dos cosas es necesario entender. Las políticas del gobierno de Juan Manuel Santos no solo no fueron contundentes en contra del tráfico de cocaína, la siembra de coca creció de una manera desmesurada durante su mandato por la eliminación de la aspersión de los sembradíos –política de la cual fue abanderado de Juan Manuel Santos- y porque su atención durante sus dos mandatos estaba centrada en las negociaciones de La Habana y en ningún otro tema.
Ese ambiente perverso, el del crecimiento exponencial de los cultivos, fue heredado por el gobierno de Duque, el que además se vio afectado por el drama del éxodo de cerca de 2 millones de venezolanos, para esta hora. Recordemos que Duque no tiene aún un año en el Palacio de Nariño.
Pero peor que todo ello es que el gobierno recién llegado se encontró con toda una sólida estructura montada del otro lado del Arauca para el tránsito de la droga por el territorio venezolano. Esta estructura, estimulada además desde Cuba y liderada por el Alto Mando Militar y del alto gobierno se encargó, en los recientes años, de atraer como un imán los cargamentos que salen hoy desde Colombia, y transitan por Venezuela a todo el mundo. La tarea del combate al comercio del lado colombiano es, pues, saboteado desde Venezuela con apoyo y beneficio de las fuerzas armadas y del gobierno venezolano. Y un comercio bien estructurado de estas sustancias ilegales es lo que motiva el crecimiento y consolidación de la siembra y el procesamiento industrial en Colombia de la hoja de coca. Imposible saber cuántos laboratorios existen hoy en la geografía venezolana custodiada en las zonas fronterizas por fuerzas armadas venezolanas en connivencia con el ELN y los eyectados y no desmovilizados de las FARC.
Total, que a Donald Trump se le fueron los tiempos en una acusación injusta al presidente de Colombia. Es equivocado pensar que la motivación colombiana para ejercer una política de eliminación del negocio de la droga deriva de la necesidad de cooperar con Estados Unidos. Esa es una prioridad de Colombia y nada más.
Sería lo mismo pensar que la solidaridad americana con Colombia en el álgido tema de la erradicación de la dictadura venezolana no es un problema doméstico y de seguridad americano sino una política de cooperación con Colombia.
El que habla menos yerra menos, es una máxima que deberían practicar algunos mandatarios.