COLUMNISTA

Dulce María Loynaz: la cubana que nunca entregó su jardín

por Luis Leonel León Luis Leonel León

Aunque en varias ocasiones, verja de por medio, la vi sentada en el portal o andar por el jardín de su última casa de El Vedado, abandonada por entonces y luego de su muerte convertida en un centro cultural del Estado, en realidad solo hablamos una vez.

Sin embargo, por momentos, me pareciera que hablamos muchísimo más. Es el efecto, seguramente, de los giros del recuerdo y la eterna admiración mezclando a su antojo aquella breve conversación con fragmentos de su vida y su literatura, tal como si me hablaran, como si fueran instantes compartidos o historias que ella misma me contó. Laberintos que sin duda agradezco. Pero la verdad es que fue solo una tarde. Y ciertamente no me bastó.

Muchas veces he lamentado no haber regresado a aquel jardín, aunque fuera sólo a preguntarle cómo le iba o si finalmente había vuelto a la juventud para escribir un poema. “Aunque hay grandes poetas que han escrito versos toda la vida, siento que la poesía es un género sobre todo de la juventud”, creo que fueron exactamente las palabras de la autora de Últimos días de una casa, Poemas náufragos y Melancolía de otoño.

Yo tenía 25 años y me costaba aceptar aquella realidad. Y un poco en broma, un poco casi en serio, le contesté que en varias ocasiones había escuchado decir que la vejez era una especie de retorno a los primeros años de la vida, y que viéndolo así tal vez sería un buen experimento que ella de pronto imaginara volver a ser la jovencita que escribía poemas. Pero que va, entre risas me dijo algo así como que estaba muy bonito el experimento pero que lo olvidara, que ella ya no estaba para esos experimentos y que mejor yo escribiera los poemas. Cosa que hice, pero solo por un tiempo. Algo que inevitablemente le dio la razón en cuanto a la edad de la poesía.

Fue una tarde inolvidable. Un par de horas que han durado mucho más, y que unas veces evoco como un poema y otras como una vieja película en blanco y negro, pero nunca como una entrevista. Entre las cosas de las que me arrepiento, siempre estará el no haber vuelto a visitar a Dulce María Loynaz.

Creo que por ello, una década después volví a ella, aunque ya se había ido, cuando filmé en Tenerife el documental La gracia de volver, gracias a dos grandes amigos, apasionados coproductores del filme: Isidoro Sánchez García, un canario enamorado de la literatura cubana, en especial de la obra de Dulce María, y Marcelo Fajardo-Cárdenas, documentalista, creador del proyecto cultural «En el jardín» dedicado a la vida y obra de nuestra premio Cervantes, y hoy profesor en Mary Washington University, Virgina.

Después de todo, aunque no como hubiese querido, hemos seguido conversando Dulce María y yo. Ella exiliada en su jardín y yo en esta otra orilla. Pero creo que fue a mediados de 1996 cuando hallé la oportunidad de entrevistarle para mi programa Una imagen posible, en Radio Metropolitana, un lugar donde en medio de las escaseces y la locura creativa, aprendí a sortear la censura y los temores con un arma muchas veces imbatible y que la poeta cubana, que nació comenzando el siglo XX, justo el año de la República, conocía mucho mejor que yo: las metáforas.

“Muy bien por usted, las metáforas además de hermosas pueden ser muy útiles, mi estimado señorito”, es una frase suya que no olvido. Me confesó que sentía que para la mayoría de los cubanos de mi generación, la poesía, y en especial las metáforas, parecían no tener el menor uso práctico, pero que le alegraba saber la utilidad que yo les daba en un medio como la radio. Aunque ya tenía una avanzada edad, no dejaba de expresarse con la agudeza y la finísima ironía que le caracterizaba.

Esa tarde, a la hija del último general mambí, le comenté que en el poco tiempo que llevaba trabajando en la radio, había descubierto que lo que más le molestaba a un censor no era que un creador intentara enfrentarse a las reglas, a las prohibiciones que le habían asignado cuidar como un soldado en su puesto de guardia, sino que lo más peligroso era que de alguna manera quedara expuesto su desconocimiento o sinrazón ante un determinado tema, sobre todo si estaba relacionado con la cultura. Por ello, siempre metáfora en mano, me había propuesto burlar sus barreras y lagunas. Y a la par, les hacía creer que eran parte del proceso creativo, aunque la mayoría de las veces no entendieran en realidad de qué se trababa, ni descubrieran mis verdaderas intenciones.

Eso le conté y no solo me dijo que le encantaba la estrategia sino que se rió muchísimo. Fue también una tarde divertida, cosa que me tomó por sorpresa, pues me había imaginado un diálogo mucho más serio tratándose de la mítica escritora que se había autoencerrado en aquella casona misteriosa. Además de su gran sensibilidad, poseía un particular sentido del humor. Recuerdo que me dijo: “Viéndolo así, la poesía puede ser más poderosa que un ejército, aunque los ejércitos han acabado con muchos poetas”.

Por un segundo, por el tono de su voz, pensé que se le iban a aguar los ojos, pero no sucedió. Se contuvo magistralmente. La belleza de sus poemas y su complexión física la hacían parecer una muy suave criatura, pero en realidad era una mujer muy fuerte.

No pude dejar de preguntarle si era verdad que cuando una vez le preguntaron por qué no se había ido de Cuba, ella contestó que era la hija de un general mambí y quienes tenían que irse eran otros. Me respondió que no se acordaba de haberlo dicho así, pero que no se trataba de una frase sino de una realidad.

Al poco rato salió una señora que se encargaba de su cuidado y me preguntó cuánto faltaba para terminar la entrevista. En realidad ni siquiera había comenzado, a pesar de ya haber hablado como unas dos horas. Minutos después me despedí de la anciana que había escrito legendarias colecciones de versos, raras avis de la lírica insular, como Juegos de aguaPoemas sin nombreBestiarium y La novia de Lázaro.

Siempre, además de por sus poemas, la recordaré como la cubana que nunca entregó su jardín, desde donde me dijo adiós con una mezcla de elegancia, entereza y ternura que nunca he vuelto a percibir. Dulce María Loynaz nació en La Habana el 10 de diciembre de 1902 y el 27 de abril de 1997, hoy hace exactamente 22 años, falleció en otra Habana, muy diferente, para mal, a la ciudad de la primera mitad de su vida.

Cuando el régimen de Fidel Castro secuestró las instituciones culturales, para convertirlas en herramientas de propaganda de su sistema dictatorial, la autora de títulos como La voz del silencio, o El áspero sendero, se exilió en su propia casa para no participar del proceso revolucionario culpable de la destrucción de la República, la vulgarización de la cultura y el deterioro de la identidad nacional, de la que tanto ella se sentía orgullosa.

No solo escribió poesía, aunque sin duda es el género por el que más ha trascendido. En 1951 publicó la novela Jardín, llena de poesía. Su libro de viajes Un verano en Tenerife salió a la luz en 1958. También publicó ensayos, crónicas, epistolarios y una biografía, Fe de vida (1994). Es una de las principales escritoras de nuestra lengua y la única cubana ganadora del premio Miguel de Cervantes (1992), considerado el Nobel de las letras hispanas. Me gusta creer que este pretexto por sus 22 años de ausencia es una manera, quizás necesaria, para entender que a pesar de todo nunca ha estado ausente. O al menos no del todo. Y para suerte nuestra.

(Versión de un texto publicado originalmente en Diario Las Américas)