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Dos resurrecciones

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Lo que se vive en carne propia generalmente lleva a conclusiones absolutas. Hoy consideramos que hemos sufrido le peor como individuos y como miembros de la sociedad, hasta el punto de sentirnos al borde de un apocalipsis. La situación no solo nos convierte en pruebas de una tragedia, sino también en protagonistas de un proceso histórico de trascendencia, aunque  conduzca hacia el abismo. Sin quitarle valor a lo que cada quien padece,  debe saberse que Venezuela ha pasado infiernos peores y ha podido sobrevivir. Algo veremos ahora de esos agujeros, a ver si sirve para que no nos entreguemos del todo a la fatalidad después de saber que los antepasados la pasaron peor y supieron sobreponerse.

La primera calamidad fue la Independencia. Antes de la guerra se habita un paraíso del café y del cacao, si damos crédito a las afirmaciones que el  joven Andrés Bello publica en 1808 para anunciar a Venezuela como “mansión admirable y digna de visita”. Sin embargo, una carta que redacta  el también joven Simón Bolívar en 1814 nos mete en un entorno de pavorosa  destrucción. Escribe a un amigo: “Vuestro país nativo acaba de ser el teatro de las más tristes catástrofes, pues nada existe como era, y todo lo que no ha sido destruido ha sufrido el más espantoso trastorno. Los pueblos enteros han cesado de vivir, y las poblaciones no son más que escombros o pavesas”. El testimonio es corroborado por las estadísticas de investigaciones posteriores, algunas de las cuales se asoman ahora. En 1810 se producen 120.000 fanegas de cacao, pero en 1816 la cifra queda en 25.000. En 1811 se comercian 28.000 quintales de café, pero en 1816 apenas se venden 3.000. En 1811 la autoridad cuenta 4.500.000 cabezas de ganado, de las cuales apenas quedan 256.000 en 1830. Si se agrega el corolario de la pérdida masiva de vidas y  la destrucción de una cotidianidad apuntalada durante 3 siglos, todo desemboca en un  menoscabo de proporciones gigantescas.

La segunda calamidad fue la Guerra Federal, que incendia  el país durante 5 años para que se pronostique de inmediato la desaparición de la república. Ocurren entonces 2.000 combates grandes y pequeños que dejan 200.000 cadáveres en la mayoría de los espacios del mapa, mientras la agricultura se vuelve ceniza,  el comercio se paraliza y las instituciones se convierten en quimera. “La Federación nos ha acabado para siempre”, asegura Ricardo Becerra en 1866. “No volveremos a levantar cabeza”, escribe Pedro Gual en 1867. “Ni un nuevo Páez, ni un nuevo Bolívar nos sacan de este negro pantano”, asegura el obispo de Mérida en 1868. La desaparición de los políticos de mayor experiencia y el ascenso de unos caudillos sin mayor idea de administración y de institucionalidad no augura soluciones inmediatas, para completar.

Después de la Independencia se funda una república que no solo comienza a reparar un panorama de escombros, sino que también ofrece alternativas de sociabilidad moderna que asombran a propios y a extraños. Se levanta el edificio de la república deliberativa, se reaniman los mercados y se piensa como jamás antes en el desarrollo de la sociedad, para que el país se haga de fundamentos que le permiten  pensar en un futuro mejor. Después de la Guerra Federal la colectividad no se desintegra, como ha vaticinado el pesimismo de los contemporáneos. Logra concertaciones asombrosas entre los miembros de la nueva dirigencia, establece contactos fructíferos con el exterior, atiende la educación popular con buenos resultados y se aproxima a los adelantos de la revolución industrial, mediante un trabajo que cierra el portón del anunciado sumidero. En ninguna de las épocas se llega a la tierra prometida, los dos lapsos están llenos de  aberraciones, pero sus criaturas ganan con creces la batalla de la sobrevivencia y el fundamento para pensar que a sus hijos les irá mejor en el siglo XX.

Lo importante de los hechos radica en que fueron realizados por los venezolanos de cada época, partiendo de sus expectativas y sin mayores apoyos del exterior. Salieron ellos mismos del atolladero, desde su modestia y  su prudencia. El lector tal vez sentirá ahora que sus aprietos no son superiores ni exclusivos, pero también puede entender que el ejemplo de los  modelos viejos puede impulsar el remiendo de las cuitas nuevas.

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