Revisando experiencias de transiciones democráticas encontré recientemente parte del informe presentado por Desmond Tutu en ocasión de la Comisión de la Verdad encargada de llevar a cabo los procesos de justicia y reparación de las víctimas del apartheid en Suráfrica. Allí hay una expresión poderosa, la referencia a dos países.
A juicio de este importante protagonista de la democratización de Suráfrica, la justicia transicional contempla una complejidad inherente: es un país que juzga sus propios crímenes. Muchos de sus contemporáneos, movidos por la revancha y el resentimiento, insistían en que a los violadores de derechos humanos se les castigará tal como los aliados lo hicieron contra los Nazis en los procesos de Nuremberg y tal circunstancia era impracticable. La Sudáfrica de entonces no era un escenario en el cual los criminales pudieran ser sometidos a la justicia del vencedor de una guerra, los actores del apartheid seguían ejerciendo control de los cuerpos policiales, militares y de inteligencia por tanto, penas gravosas conducirían, antes que a la justicia, a la reversión autocrática.
La justicia transicional en Suráfrica puso su mirada en la víctima, en restituir su dignidad, en conocer su verdad y hacerla visible. Sanar la herida, conocer sus detalles por parte de los victimarios y, a cambio de la revelación, los responsables de tales actos podían volver a su casa. ¿Es suficiente castigo? Quizá no. ¿Puede hacerse más? Tampoco. La justicia transicional no esta hecha para el castigo, esta hecha para confrontarnos con la verdad de lo sucedido tras un periodo de sufrimiento colectivo al que se le pone fin mediante una negociación entre partes que no pudieron eliminarse una a la otra y se vieron forzadas a convivir. Se trata de encontrar la vía para lidiar con crímenes horrendos y crear las bases legales y procedimentales que impidan reproducirlos en el futuro.
El país del sufrimiento, de la muerte, de la tortura, del exilio y la persecución es otro país. Un país que abandonamos, dejando atrás los resentimientos, las revanchas y los odios. Ese es un país al que recordaremos siempre cuando pasemos nuestros dedos por la superficie de las cicatrices que nos han marcado, pero la justicia transicional se hace para dejar ese país atrás.
El país en el cual garantizaremos a todos, tirios y troyanos, protección contra la violación de derechos humanos con el pleno respeto de las leyes. El país en que las leyes sean redactadas por un cuerpo representativo electo en comicios libres y justos, en el que los jueces tengan independencia, en el que la policía y las fuerzas armadas sean profesionales al servicio de la nación y no de particulares y que tenga un gobierno que responda y rinda cuentas al ciudadano, ese será otro país. A ese país debemos llegar todos sin resentimientos a cuestas, sin facturas, solo con el compromiso compartido de fortalecer las instituciones democráticas respetando, nos guste o no, las decisiones de la mayoría siendo leales con la constitución y procurando el fin de todo privilegio fundado en la iniquidad. A ese país llegaremos como inmigrantes, pensando en el futuro de nuestros hijos y nietos, no en nuestros rencores por más legítimos que los podamos sentir.
Los venezolanos nos aprestamos a recorrer ese camino entre esos dos países, será doloroso y penoso el viaje. Lo fue para Suráfrica al tener que confrontar que sus propios ciudadanos hicieron durante el apartheid cosas tan horribles contra sus semejantes, lo será para nosotros al conocer los detalles escabrosos de lo que apenas hay indicios en los informes de la Misión de Determinación de Hechos de las Naciones Unidas. Pero debemos abandonar el país del odio y llegar al país de la verdad y la esperanza. Del Miedo a Altamira.
Esperemos que las negociaciones entre la Plataforma Unitaria y el gobierno de Venezuela desarrolladas en México, que cuentan con asistencia y respaldo internacional, prosperen y tengamos, gracias a ellas, elecciones libres y justas. Ese será el inicio del camino para salir de un país y entrar al otro.
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@rockypolitica