La decisión de Andrés Manuel López Obrador de construir su refinería en Dos Bocas por su cuenta, y PMH, puede convertirse en un parteaguas de su sexenio. No solo por la imprudencia de la medida; no solo por el carácter autoritario de la opción; no solo por su naturaleza probablemente violatoria tanto del TLCAN como del T-MEC; sino sobre todo por la obcecación que ilustra.
No hay un solo estudio que demuestre que la refinería representa una asignación sensata de recursos. Aún aceptando la necedad de preferir refinar que importar gasolinas, la misma cantidad de dinero canalizada a re-re-configurar las seis refinerías existentes rinde más que Dos Bocas. Hacer caso omiso del escepticismo de las cuatro empresas escogidas por el equipo gubernamental es irreal. Las cuatro expresaron, según el propio presidente, que era imposible realizar la obra en tres años y a un costo de 8.000 millones de dólares. Pues entonces que la haga Pemex y tal como yo diga.
Esto presupone que Pemex puede construir una refinería –si fuera cierto que la última, Salina Cruz, la haya edificado la paraestatal, fue hace 40 años–, que puede hacerlo a un costo menor que los grandes consorcios seleccionados por AMLO, y en un tiempo récord. No existe ninguna razón para creer que esto sea posible. Es simplemente un deseo presidencial.
Asimismo, se da por sentado que las calificadoras de Pemex no brincarán al comprobar que el gobierno prefiere inyectarle 8.000 millones de dólares en 3 años a una refinería que no es costeable, y tal vez no sea viable, en lugar de utilizar ese dinero para rescatar a la empresa. El único motivo para construir una refinería así es el que dice AMLO: beneficiar a su tierra, y buscar la autosuficiencia en gasolinas. Ninguna calificadora; ningún inversionista; ningún organismo internacional, acepta ese tipo de justificaciones. Es invendible la idea, salvo entre las huestes de Morena.
Pero además, posiblemente sea ilegal. Ya haber limitado la licitación a cuatro empresas o consorcios previamente seleccionados lo era. Los tratados firmados por México con Canadá, Japón y la Unión Europea, por lo menos, así lo señalan. El gobierno tuvo la suerte que nadie quiso entrarle al negocio, y por lo tanto no se presentó ninguna demanda. Pero todos los instrumentos internacionales de libre comercio prevén condiciones de acceso equitativo a cualquier licitación, sobre todo para un contrato gubernamental (y Pemex lo sigue siendo); está prohibido favorecer a unos y excluir a otros.
Pero entregarle el contrato a una empresa estatal, sin licitación, casi seguramente viola el principio de trato nacional, consagrado en todos los convenios ratificados por México. Dicho principio significa que todas las empresas, públicas y privadas, de todos los países partes de un tratado, deberán recibir el mismo trato que las del país otorgante del contrato. Ya dijimos en estas páginas que la idea de reservar el proyecto Trans-ístmico a inversionistas mexicanos violaba dichos tratados; la decisión sobre Dos Bocas, también. A menos de que se afirme que una refinería es un asunto de seguridad nacional… exactamente lo que le cuestionamos a Trump a propósito del acero, el aluminio, y tal vez los automóviles.
De allí la contradicción que muchos negociadores del TLC original le reclaman a AMLO. Dice que busca que se apruebe tal cual, este año. Pero en los hechos, pone en práctica políticas públicas –licitaciones, precios de garantía, exclusiones y preferencias–que contradicen la letra y el espíritu de cualquier tratado de esta índole. Tal vez no lo sabe; quizás no lo entiende; posiblemente no le importa. Poco a poco, sin embargo, los mercados le van a cobrar la factura. Si sus colaboradores no se la cobran antes.