COLUMNISTA

¿Y dónde queda la protesta?

por Leopoldo López Gil Leopoldo López Gil

Inmersos como estamos en una gran crisis, una mezcla de bancarrota financiera, depresión económica, ruina moral y batiburrillo administrativo, la mayoría de la nación asiste atónita a esta merienda de confusiones e ineptitudes enraizadas en nuestra cotidianidad, ignorando aviso tras aviso del peor porvenir que parece inefablemente aguardarnos.

No es posible pensar que las cosas se irán arreglando y que, por alguna obra del azar, se compondrán por sí solas. Hay que recordar que, si bien es cierto que no hay mal que dure cien años, tampoco hay cuerpo que lo resista. Creo firmemente que no debe desaparecer la protesta, no especifico cuál ni cómo, pero es absurdo que quienes, por razones que deben haber pesado, intentan retomar el rumbo de la democracia participativa mediante sufragios y elecciones de autoridades locales y estadales hayan considerado que esta ruta va a dar el fruto esperado.

No critico ni juzgo las estrategias escogidas por los agentes políticos, a ellos les corresponde solo parte de la responsabilidad, la gran parte está en la ciudadanía, esa que sabiamente en los años sesenta se le llamó la mayoría silente, y podríamos agregar que hoy es muda, incapacitada de pronunciar su protesta o inconformidad.

Esta mayoría que requiere recuperar su voz en los medios de comunicación, en sus factores económicos, en sus oficiales y autoridades, en sus representantes legítimos. No podemos dejar en una especie de amnesia la perdurable acción gubernamental de apartar de sus cargos a los representantes de la voluntad del soberano, de encerrar tras barrotes o aislar en sus domicilios a alcaldes y diputados sin más justificación o debido proceso que permita la recuperación de sus libertades.

Ciudadanos como Antonio Ledezma, Daniel Ceballos, Delson Guárate, Warner Jiménez, Ramón Muchacho, David Smolansky, Omar Lares, Gustavo Marcano, Enzo Scarano, Lumay Barreto, Alicia Loreto, Gilbert Caro, Alfredo Ramos han sido víctimas de esta represión que solo busca callar la voz de la inconformidad por la fuerza y manifiesta intolerancia.

Es hora de preguntarse qué salvaguarda han estudiado quienes son entusiastas de otra designación de autoridades para que no se tome en serio el compromiso de su elección y se respete la voluntad y las urnas donde se habrá de manifestar su escogencia.

Esas son suficientes razones para resucitar a la sociedad civil, a sacudir el letargo que produce el sueño del terror. Hay que recuperar el valor y la capacidad para exigir la presentación de cuentas, las licitaciones claras, las obras útiles, el gasto justificado y no continuar en las tinieblas de la depresión material y la quiebra moral.

La protesta está en cada uno de los ciudadanos que sienten que sus derechos no se respetan y no están dispuestos a abdicarlos. Esta tiene un merecido lugar en toda sociedad democrática, y ciertamente no está en el olvido. Manifestarse es afirmar la indignación.