COLUMNISTA

Diosdado Cabello, el teniente de las 94 palabras

por Miguel Henrique Otero Miguel Henrique Otero

Expertos de Iberoamérica están preocupados por el fenómeno que llamaré “estrechamiento de la lengua”. Capas enteras de adolescentes, en varios países de América Latina, perciben y nombran el mundo con un precario instrumental de 120 a 150 palabras. Los resultados son previsibles: reducen la realidad a fórmulas. Apenas conocen el lenguaje. En su expresión predominan los lugares comunes. No hay en sus mentes lugar para la complejidad.

Psicólogos y estudiosos de los sistemas penitenciarios ofrecen una perspectiva afín, que es menester explorar: pranes –delincuentes que establecen su dominio en cárceles–, narcotraficantes y jefes de bandas criminales, por lo general, manejan una lengua que apenas supera las 70 u 80 palabras: a fin de cuentas, sus rutinas se restringen a la cuestión de matar o morir. Hay una relación persistente, constatable en distintos campos, entre pobreza de la lengua y violencia.

La falta de palabras, que significa la carencia de recursos para comprender los matices de las cosas, fomenta los dilemas: bueno o malo, amigo o enemigo, izquierda o derecha. La política de la brutalidad, de la que Daniel Ortega y Nicolás Maduro son pertinaces ejemplos, es indisociable de una lengua impotente e insensible para escuchar y dialogar con lo diferente. Que Jorge Arreaza se haya convertido en el hazmerreír de la diplomacia internacional no debe sorprender a nadie: sus capacidades de razonar son inexistentes. Donde debería haber pensamiento lo que se produce es repetición. Porque de eso se trata: de una dificultad para expresarse que está conectada con esa modalidad de ejercicio del poder, que es la ferocidad reiterada.

En Venezuela, el embrutecimiento de la lengua tiene las características de una política de Estado, inaugurada por este régimen y reproducida por muchos de sus dirigentes. El aplastamiento de la lengua tiene su sitio privilegiado en Venezolana de Televisión, televisora estatal que ha sido privatizada por el gobierno, el PSUV y sus aliados, y que está centrada en dos tareas: mentir sobre la realidad del país y denigrar, a menudo de la forma más canalla, de quienes piensan distinto o se oponen al régimen.

Del análisis del uso precario de la lengua en Venezolana de Televisión se desprende que quien tiene el promedio más bajo de palabras o fórmulas para comentar la realidad es Diosdado Cabello, que se limita a 94 lemas o frases hechas. Tiene capacidades lingüísticas que no podrían competir con adolescentes que, como comenté en el comienzo de este artículo, procesan su entorno con promedios que oscilan entre 120 y 150 palabras.

Los televidentes del programa Con el mazo dando –nombre que, en sí mismo, constituye un manifiesto de violencia verbal– reconocerán de inmediato las palabras o las frases que son del gusto del teniente Cabello. Las que repite semana a semana. Las que conforman su marco mental. El corpus de las 94 piezas con las que, durante varias horas cada miércoles, desguaza los hechos y aplasta los matices, los grados, la multiplicidad, la riqueza que forma parte de las personas y los hechos.

Ese desguace se ejecuta bajo un mismo procedimiento mental, que sigue este orden: en primer lugar, el teniente Cabello toma un hecho público, lo trocea en partes disformes, saquea sus componentes de verdad, lo extrae de su contexto, lo distorsiona y lo expone, ahora convertido una piltrafa creada por él, pálido reflejo de lo que realmente era. A continuación, señala a un responsable, que resulta ser siempre algún “zángano”, “amargado”, “converso”o “lacayo servil del imperialismo”. De los 16 verbos que utiliza con más regularidad, los que paladea con más énfasis son conspirar, traicionar, desestabilizar, masacrar, envenenar, chulear y mentir.

Para sugerir la atmósfera moral que predomina en Con el mazo dando, basta con decir que el teniente debe ser el creador de un género, de una experiencia televisiva sin antecedentes: un programa especializado en delaciones y supuestos, en el que unos supuestos delatores y espías –cooperantes de nombres risibles– le envían a Cabello unos supuestos datos, informaciones y reportes, que resultan en chismes de baja calaña, escenas irrelevantes, especulaciones de una vulgaridad que asombra y acusaciones que no pertenecen al orden de la realidad sino a un mundo bizarro de fantasías y elucubraciones.

Con el mazo dando –y las 94 palabras o fórmulas mentales que el teniente Cabello repite cada semana– es la superficie de una instancia más profunda, oscura y peligrosa: el del poder ejercido de forma impune y grotesca. Quien revise las transcripciones de los programas podrá constatar que, a lo largo de los años, el teniente Cabello ha formulado miles de acusaciones y denuncias, que han resultado falsas, inciertas o bufas. La lista de las personas sobre las que han llovido difamaciones incluye a dirigentes políticos, activistas de organizaciones no gubernamentales, empresarios, periodistas, sacerdotes, diplomáticos, parlamentarios de varios países, científicos, artistas, presidentes en ejercicio y ex presidentes de una veintena de países. Una posible lista de acusados y acusaciones podría ocupar el trabajo de muchas personas, así como una voluminosa cantidad de papel y tinta.

Algo le pasa a Cabello, que se exhibe en la escena pública como un matarife de barrio, como un buscapleitos de un pueblo llamado El Furrial. ¿Qué hay en su cabeza que lo impulsa constantemente al verbo infamante y denigrador? Toca a los especialistas en ciencias de la conducta responder a esta interrogante. En lo inmediato, hay una cuestión evidente: Cabello es poderoso y peligroso. Hay presos políticos cuyas familias han declarado: es un preso de Cabello. Y son presos que han sido torturados.

Mi conclusión: Cabello odia. Hay un vínculo evidente, activo y galvanizado entre las 94 palabras y sus recurrentes mensajes de odio. Tan es así, que a menudo hace loas al amor revolucionario, como si el respeto y el reconocimiento de los demás no se concretara en hechos, sino que fuese el producto de un palabrerío de coyuntura. Odia y le bastan las 94 palabras o fórmulas con las que tuerce y pisotea la realidad.