COLUMNISTA

Dignidad humana y libertad de elegir

por Vicente Carrillo-Batalla Vicente Carrillo-Batalla

El contenido y vigencia de los derechos humanos, es connatural a la concordia que debe prevalecer en los ciudadanos de una misma nación y por consiguiente en las relaciones internacionales entre Estados soberanos. Su creciente incorporación al ordenamiento jurídico de los países integrados al sistema de Naciones Unidas, ha fortalecido el reconocimiento que se les confiere en numerosos tratados internacionales y en la creación de instancias supranacionales encargadas de su fomento, validación y sobre todo resguardo. Se trata de un propósito universal, igualitario, atemporal y esencialmente incompatible con las prácticas que promueven diferencias de clase y de género, tanto como aquellas que consagran ideologías excluyentes o pretendidamente superiores a las demás, las que favorecen la intolerancia y la confrontación a veces violenta entre grupos humanos. Si bien se ha intentado delimitar el fundamento absoluto de los derechos humanos, es preciso reconocer las paradojas y conflictos de suyo existentes entre particulares conceptos civiles, políticos, incluso sociales y culturales.

El papa Juan Pablo II fue consistente y reiterativo al referirse a la necesidad de promover “…los valores de un humanismo integral, fundado en el reconocimiento de la verdadera dignidad y de los derechos del hombre, abierto a la solidaridad cultural, social y económica entre personas, grupos y naciones, con la conciencia de que una misma vocación agrupa a toda la humanidad…”. La dignidad en su sentido ontológico, es valor inherente a la persona humana como ser racional y sobre todo dotado de libertad de elegir. No es pues una cualidad otorgada por alguna individualidad, tendencia o grupo político o ideológico determinado, como pretenden hacer valer los fanáticos de izquierdas; difiere de condicionantes morales vinculados al cumplimiento del deber, al mérito propio, a la virtud o a causas heroicas merecedoras de reconocimiento social.

El despojo sufrido por numerosas víctimas de la Segunda Guerra Mundial, aunado con la acumulación de causas equivalentes en períodos anteriores de la historia de la humanidad, dio impulso definitivo al reconocimiento jurídico de los derechos del hombre y del ciudadano (Naciones Unidas, 1948). La libertad individual y dignidad de la persona humana, se afianzaban en el reconocimiento universal que suscribían las naciones civilizadas como respuesta ante las atrocidades provocadas por la intolerancia, la violencia armada y la fraudulenta superioridad de sectarismos políticos, sociales y culturales. Bien lo expresa el artículo primero de la referida declaración: “Todos los seres humanos nacen libres en dignidad y derechos”. A partir de allí prevalecerá el reconocimiento absoluto de la persona humana como merecedora de respeto en cualquier circunstancia de tiempo y lugar, con prescindencia de su raza, de su nivel sociocultural o económico, de sus convicciones ideológicas o preferencias políticas. La libertad y dignidad solo serán creíbles, si se toleran las diferencias entre iguales en sus derechos fundamentales, sin que sea preciso conferir reconocimientos expresos.

Vayamos al caso venezolano. Desde los inicios del tal “galáctico”, hasta las incalificables tropelías de sus idólatras de la hora actual, el régimen y sus partidarios han agredido sin tregua la dignidad del ciudadano común que no comparte el pensamiento oficial. Se engaña y conmina a los menos favorecidos, a quienes se otorgan dádivas condicionadas al voto favorable y la humillante participación en actos proselitistas; es la expresión cabal de la miseria politizada por quienes ejercen el poder público. La clase media venida a menos de manera invariable desde comienzos de siglo, los trabajadores que no perciben la utilidad del salario, los empresarios que ven menguadas sus capacidades y valores materiales acumulados en unidades de producción primaria, facilidades industriales o establecimientos del comercio y los servicios, la Academia, sus profesores y maestros, la cultura y el periodismo, todos han caído víctimas del antisistema imperante en Venezuela desde que arbitrariamente se nos impuso el pensamiento dogmático de la ultraizquierda.

Pero renace la esperanza. Un funcionario público que tenía miedo a perder su empleo y derechos sociales, un diplomático de ocupación o un militar activo que temían tronchar sus respectivas carreras profesionales, los pequeños y medianos emprendedores surgidos a la sombra sospechosa del gobierno en funciones, los grandes empresarios que han resistido el desatino de las políticas públicas y las persecuciones sin tregua de sus personas y de sus bienes, los ciudadanos que no acudían a las protestas públicas por incredulidad o sencillamente para no complicarse la vida con un régimen que espía y amenaza con castigar toda forma de disidencia, han decidido finalmente jugarse el todo por el todo en una causa reivindicadora de la viabilidad del país y del bienestar de su gente. Y el gobierno en funciones juega hoy al desgaste de la oposición política y democrática, porque carece de argumentos y posibilidades realistas de confrontarla en buena lid. Y en una lucha hasta ahora asimétrica entre el gobierno y los factores que se le oponen, la comunidad internacional ha dado un paso firme hacia el restablecimiento de la democracia y los derechos humanos.

Concluimos con el somero análisis de una cita de nuestro recordado Joaquín Gabaldón Márquez que nos parece oportuna en este contexto: “…Particularmente para quienes no duermen tranquilos con la pesadilla del comunismo, bueno sería recordarles que ningún aliado mejor de este que la injusticia social, que la explotación colonial, que el olvido de cómo la economía debe ser un mecanismo al servicio de la humanidad y no una máquina de exprimir al hombre, en el sentido lato, en beneficio exclusivo de aquellos que, según el dicho –glosado aquí vagamente– de León XIII, han monopolizado para sí hasta el derecho de respirar…”. Lo transcrito corresponde al pensamiento moderado de izquierdas que se había venido desarrollando a partir del triunfo de la revolución bolchevique, como alternativa al totalitarismo. Partiendo de la certeza de afirmaciones allí contenidas, cabe ahora preguntarse, a la luz de los primeros conceptos esbozados en nuestros párrafos anteriores, ¿quiénes en nuestro tiempo y en perspectiva histórica contemporánea, han sido propagadores de la injusticia social y han auspiciado el beneficio exclusivo de una odiosa casta gobernante que ha monopolizado para sí hasta el derecho de respirar? Contrariamente al imperialismo de los comunistas soviéticos en la Europa del este o en la Cuba todavía doliente de nuestros días, Estados Unidos auspició la revelación de Japón y de Alemania –para solo citar dos ejemplos–, como grandes potencias industriales de actualidad; dos países en los cuales no hubo colonialismo y donde se respeta la dignidad de la persona humana y la libertad de elegir entre opciones alternativas de pensamiento y acción.