El cuento de Pedro Emilio Coll “El diente roto” forma parte de mis recuerdos de infancia porque mi diente frontal se quebró por estar tomando Coca-Cola a pico de botella cuando choqué contra una puerta. Estaba yo en primer grado, y desde entonces las maestras me elegían para leerlo en voz alta. Crecí con la literatura, rodeada de cuentos e historias.
Dos de mis abuelos me legaron sus novelas más queridas: Los novios, de Manzoni e Ifigenia, de Teresa de la Parra. Mi otra abuela me hablaba de su tío Manuel, autor de Ídolos rotos. Cuando la leí en bachillerato le presté gran atención. Su autor era un familiar y yo quería escribir. Además, indagaba sobre la posibilidad de que el personaje desarrollara sus ideales de artista en su querida patria, Venezuela, y yo tenía esa inquietud.
El pesimismo abraza esta novela. En ella parece no haber salida para el país. La frustración la invade, pero toca una llaga y por eso trasciende en el tiempo. ¿Cuál era y es tal vez la herida, la fractura, más honda que la de mi diente? Porque debo decir que ese quiebre lo fui asociando a la novela y a los huecos de las calles de Caracas, dilucidando que lo físico es una manifestación de una herida más profunda.
Mis abuelos me legaron la memoria de sus entornos; me entregaron un trozo de historia para interpretar, un símbolo de sus propias vidas, porque creo que las novelas son intuiciones de un momento, de algo visto por el artista y el lector conmovido. Todo un misterio que cautiva.
La Providencia, la libertad y la historia de una nación (Los novios) fui relacionándolas con una vida en sociedad más necesitada de sinceridad en todos los aspectos de la cotidianidad (Ifigenia), y con las luchas de tantos venezolanos que han buscado y buscan desarrollar sus talentos dentro o fuera del país, sintiéndolo siempre suyo (Ídolos rotos).
Mi vida se ha movido entre contrastes que he procurado ir conciliando: he tenido oportunidades que muchos en mi país no han tenido, y la inquietud por resolverlos en otros me ha movido siempre. La relación entre la razón y la fe, la filosofía, la teología y la literatura, el cuerpo y el alma, la política y la religión, han requerido de mis esfuerzos por una conciliación durante años. Por otra parte, la diversidad de espiritualidades que he conocido en la Iglesia me ha ayudado a descubrir que todas manan del corazón de Dios.
Cada vida es una huella digital, pero todos podemos experimentar en nuestra intimidad que lo diverso se resuelve en el encuentro de un centro de unidad. Se dice fácil, pero no lo es, porque nada exige tanto de nosotros como elevarnos a descubrir los aspectos comunes a otros. Si en la propia vida cuesta conciliar tantas contradicciones interiores, cuánto más costará lograrlo entre los miles de ciudadanos en un país. Es todo un reto, porque somos libres y distintos, pero es posible y necesario para transitar hacia la paz.
Las diferencias ideológicas son un nivel de la herida. Curar los niveles más hondos es un desafío, pero resultará en soluciones eficaces: liberadoras, humanas. Las que nos piden los tiempos.
La vida es el don más preciado. Es una gracia: un regalo dado. Por eso es lo más digno de respeto. En términos de “tiempo” que transcurre, es un engranaje de relaciones, una oportunidad para encontrarnos. Por eso se trata de hacer un esfuerzo, tremendo, sí, por resolver nuestras diferencias en lo común, por el bien de todos. Tú y yo nos enlazamos en los mismos deberes y derechos fundamentales: la familia, la vida, la salud, la alimentación, la educación, la libertad de asociación, de expresión, entre tantos otros.
“El futuro está hecho de ti, está lleno de encuentros, porque la vida fluye a través de las relaciones” (https://hipertextual.com/2017/04/papa-francisco-ted-talk). El otro es “un tú” y cada uno es “parte de un nosotros.” Los acontecimientos nos están ofreciendo la posibilidad de descubrir que todos somos guías de la transición hacia una democracia real. Venezuela puede cambiar.
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