Los artistas desdoblan su genio en motivos estéticos, igualmente expresivos y, por tanto, estimulantes de sensaciones diversas en el observador acucioso. Sus obras reflejan ideas y emociones vividas que comúnmente sintetizan en una particular visión del mundo –su propia versión–, sin que ello les impida adoptar revelaciones de terceros, mirar al pasado en busca de sentido a los hechos y circunstancias del presente o, en ocasiones, anticipar el futuro, si ello fuere procedente. Naturalmente, intervienen la cultura, el entorno social que de alguna manera les inflige su influjo, también la época histórica y sus movimientos revolucionarios, donde se mezclan e, incluso, cambian los géneros que delimitan criterios particulares o tratamientos temáticos. Son protagonistas de ese curso vital que, sin duda, se manifiesta de manera contundente en toda sociedad humana. Entre ellos, los vanguardistas son innovadores que empujan los límites conocidos como norma imperante, los abanderados de la libertad de expresión manifestada en cambios de estructura y de parámetros inventivos. Abren nuevos caminos o nuevas vertientes al pensamiento y quehacer humanos.
El cine se convierte en arte de extraordinario alcance popular, difusor de imágenes, ambientes, costumbres, conceptos e ideologías que ejercen poderosa influencia en las más diversas audiencias. También es pasatiempo que recrea y previene en alguna medida a los públicos más diversos. Al cineasta se le tiene igualmente por artista que, de suyo, imprime su propio estilo a cada narración, el ubicuo director que todo lo interviene en el proceso creativo de la cinta en cuestión. Cada película entraña un riesgo, tiene su propia inspiración y usualmente va dirigida a un público y propósito determinados. Como toda creación artística, debe vérsela sin prejuicio alguno. No hay duda de que los sucesos de las películas producen efectos en las audiencias y generan interrogantes que apenas conseguirían respuestas contundentes. De allí que el cine se transforme en uno de los principales medios definitorios de la cultura de un pueblo. Obviamente, muchas películas de Hollywood no se proponen formar ciudadanos pensantes.
Diego Rísquez fue un cineasta de vanguardia, un artista que quiso esencialmente desligarse de la narrativa convencional, llevando su propuesta más allá del espectáculo en que suele situarse el cine taquillero de nuestro tiempo. Se decía convencido que el siglo XXI es un siglo audiovisual, y en tal sentido ponderaba el valor del cine para formar ciudadanos orgullosos de su país y de su acervo histórico, para crear conciencia de que nuestro mundo puede ser distinto, puede ser mejor, más grato y amable para todos. Fue un creador original que, como expresan sus más cercanos amigos, “nos lega una obra audaz, irreverente en ocasiones, inspiradora, patrimonio de todos los venezolanos”. Director de cine, artista plástico, fotógrafo, también actor, no tuvo reparo en confesar sus obsesiones: la exuberancia de nuestro mundo tropical, los héroes de la Independencia, los símbolos patrios, la historia nacional en sus diversas etapas, todo aquello que trasluce venezolanidad o el reflejo de un país maravilloso al que quiso consagrar una obra de singulares contornos. Muestra de gratitud y de sentido del deber para con esta tierra de gracia que nos inspira, que nos conmueve a pesar de tantos contratiempos.
Diego fue un apasionado de lo que hacía, un poeta de la imagen –como bien diría Milagros Maldonado–, un artista que plasmó en sus películas “el imaginario más exquisito de nuestra amada Venezuela” –añade Milagros, con la sensibilidad de quien siempre se ha mantenido en el primer plano de la cultura en el país y aún más allá de sus fronteras territoriales–. Fue por ella que conocí a Diego, allá por los años ochenta, cuando La Previsora sostenía su ambiciosa agenda de eventos ligados al cine, a la plástica, a las bellas artes en sentido amplio. Cada encuentro con Diego era ocasión para hablar de historia venezolana, de arte, de cultura en general. Hombre culto, cordial, generoso al compartir sus vivencias, sus conocimientos y aquellos sueños sin orilla que, aún en su hora final, motivaban nuevos proyectos audiovisuales.
La cinematografía de Diego Rísquez es amplia, variada, contrastante, original como corresponde al artista que nos adelantó su propio lenguaje. No es este el espacio para hacer una reseña exhaustiva de sus méritos; tampoco disponemos del saber necesario para la crítica reflexiva y profunda que merecen sus celebradas creaciones. Baste por ahora un leve repaso a sus películas que abarcan desde los tiempos de la preconquista en Orinoco nuevo mundo, la llegada de los españoles en su Amerika terra incógnita, la Independencia en Bolívar, sinfonía tropikal, Manuela Sáenz y Miranda y, finalmente, sus producciones más cercanas a nuestra contemporaneidad, desarrolladas en Reverón y El malquerido. Como él mismo nos dijo, Manuela Sáenz –la hermosa y heroica quiteña que recibió de Bolívar el sugestivo título de “Libertadora del Libertador”–, deviene en motivo de una película de transición en su cinematografía, al introducir el contenido dramático. En ella Diego nos obsequia con esa fascinante personalidad de Manuelita, ese carácter y esa valiosa cooperación –apenas reconocida– en la gesta emancipadora. El amor poderosamente impulsado por la pasión, la sed de gloria y la ambición de señorío fueron móviles fundamentales de su existencia, como nos dice Rumazo González en su escorzo biográfico; el desconsuelo de la soledad, de las ingratitudes y de las persecuciones devenidas en tributo de aquellos elevados anhelos, también se descubren en el drama. En Reverón debela al creador que, como nos dice Diego, crea un mundo a su medida, el Castillete y los objetos que conforman el poblado taller, inventado –como sugiere Antonio Saura– a partir de naufragios, naufragando él mismo, periódicamente, en una neurosis que le privaba momentáneamente de su relación con la vida a través del arte, el refugio del ermitaño concurrido de fantasmas tangibles, un fortín de penumbra y de misterio, propicio para una liberación hecha solamente de luz.
Se nos va Diego repleto de inacabados sueños, quedaron huérfanas sus irrealizadas propuestas, siempre henchidas de optimismo venezolano. Para sus amigos concluye una época fructífera en creaciones, signada por la libertad, la tolerancia y la diversidad. La sociedad venezolana, la intelectualidad y los artistas se han conmovido en su tránsito a la eternidad; no podía ser de otra manera. Nos quedan su ejemplo y su fuerza creadora como un faro que invita a reanudar empeños, seguir el rumbo y, sobre todo, el propósito de redimir al país del amargo abismo en que se encuentra.