¿Quién puede dudar del valor y la eficacia del voto como instrumento para elegir gobernantes o tomar decisiones? En una sociedad democrática con garantías constitucionales, el voto permite resolver importantes conflictos políticos. Pero en un gobierno dictatorial o autoritario, el voto sin garantías y sin un sistema de separación de poderes no es más que un instrumento para la manipulación y legitimación del régimen.
La ausencia de una verdadera separación de poderes en Venezuela hizo de las elecciones una mascarada que le ha permitido al régimen cambiar las reglas de juego a su gusto para fabricar resultados a la carta. El gobierno ha controlado y sigue controlando todo el sistema electoral sin participación de la oposición. Y cuando ese sistema, cuidadosamente diseñado para favorecerle, comienza a fallar como en el proceso de 2015, el régimen desconoce los resultados y procede a seguir cambiando las reglas de juego.
En Venezuela llevamos ya dieciocho años votando para tratar de salir de este régimen por la vía del voto. Han sido elecciones sin garantías ni transparencia; totalmente manipuladas por una autoridad electoral al servicio del gobierno. A la oposición electoral no le ha quedado más remedio que participar, con la esperanza de que en un momento de sensatez –o debilidad?– el régimen acepte un resultado desfavorable y entregue el poder.
Así ha transcurrido una y otra elección desde 1999 hasta 2015. Cada jornada electoral se convierte en una nueva oportunidad para renovar las ilusiones y las promesas de un cambio en dictadura, por vía del voto. La variedad de argumentos para llamar a votar en estas condiciones va desde el chantaje implacable a la metafísica bienintencionada. De “si no votas gana la dictadura” a “si todos votamos unidos, ganamos”. Dieciocho años con las mismas promesas y con los mismos resultados, votando.
Se entiende que un pueblo de vocación civilista como el venezolano abrace el voto como primera opción para enfrentar a la dictadura. Pero luego de dieciocho años participando en elecciones organizadas por el régimen y sometida a sus capciosas reglas, la dirección política de la oposición debería comenzar a pensar que hay algo que no funciona con esa estrategia. Lamentablemente, la Mesa de la Unidad Democrática (MUD) –que ha llevado adelante las estrategias de la oposición hasta ahora– no acepta el debate ni la crítica para valorar sus errores y aciertos.
Por el contrario, sus decisiones parecen el resultado de estados de ánimo, como ese cambio de “calle, calle, calle” a “vota, vota, vota”, todo de un día para otro y sin anestesia. Participar en las elecciones regionales fue una decisión de la MUD que nunca fue consultada más allá del cogollo de partidos del G4. Menos aun fue el resultado de una consulta amplia a los ciudadanos, como la convocada el 16 de julio. Fue una de esas imposiciones de los partidos a la sociedad en términos gansteriles de “lo tomas o lo dejas porque eso es lo que hay”.
Votar en dictadura, sin claras garantías electorales, reciclando cada vez las ilusiones de un cambio a través del voto, es lo que hemos hecho en estos dieciocho años. Es lo que nos pide la MUD que hagamos una vez más, sin chistar, para que la acompañemos en su error, so pena de desatar toda su furia contra el resto de nosotros. Es lo que nos volverá a pedir que hagamos el próximo año para volver a votar en las elecciones presidenciales que se harán según los dictados de la constituyente. Y entonces ya no serán dieciocho, sino diecinueve años jugando en el mismo tablero del régimen.
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