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El dictador acorralado

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La última semana no pudo ser peor para la “narcocracia” tambaleante de Nicolás Maduro, desenmascarado como genocida al circular el audio en el que Oscar Pérez se entregaba con vida antes de ser fusilado en la cobarde masacre de El Junquito; inmediatamente vino el sorpresivo mandarriazo de la Unión Europea a la nomenclatura y a sus testaferros, que también tienen en estado de pánico a boliviejos y bolichicos.

La salida sorpresiva del aliado en el Departamento de Estado, Tomas Shannon, marca el endurecimiento de la política exterior contra el nuevo eje del mal –Irán, Venezuela, Cuba y Corea del Norte–, anunciado por el presidente Trump, que en solo un año ha hecho más contra esta dictadura que Clinton y Obama juntos, al ejercer una férrea directriz para restaurar la democracia como no se había visto en décadas en América Latina. 

Por si fuera poco, y pese a los esfuerzos cómplices de la MUD en el fraude electoral que permitirá a Maduro maquillarse como demócrata, el país miró con asombro el grotesco nivel de empatía, ósculos incluidos, entre representantes de la narcodictadura y los desprestigiados portavoces de una MUD con mayoría de partidos invalidados por el CNE, para favorecer la candidatura prêt-à-porter de Henry Ramos Allup, que convalidara el simulacro de la reelección presidencial.

Pero el punto culminante ha sido el secretario de Estado, Rex Thillerson, con sus declaraciones antes de su gira latinoamericana, justo al día siguiente del discurso ante el Estado de la Unión –cuando Trump anunció la reapertura de la prisión antiterrorista en Guantánamo–, donde vaticina un cambio de régimen y la posibilidad de un pronunciamiento militar contra la dictadura, al mismo tiempo que invitó a Maduro a irse a cualquiera de las haciendas que sus buenos amigos, los Castro, le tienen preparadas en Cuba.

No habían terminado de hacer efecto esas declaraciones cuando regresa al país Rodríguez Zapatero, para intentar un acuerdo que incluya una amañada observación internacional en las elecciones adelantadas, mientras el país sigue desangrándose de hambre, criminalidad y con la más grave crisis de salud que conozca el continente desde la colonización española.

Como ocurre cada vez que se anuncia la llegada del español más repudiado en Venezuela desde José Tomás Boves, las mazmorras de la dictadura se abren para nuevos presos políticos. Esta vez cometieron la impensable torpeza de sacar de su casa durante la madrugada al único representante vivo de la Junta de Gobierno que derrocó la dictadura perezjimenista en 1958, Enrique Aristiguieta Gramcko, a quien se le acusó de convocar una huelga ilegal hace 60 años. Ningún fiscal del Ministerio Público se prestó a firmar semejante mamarrachada y tuvieron que ordenar inmediata libertad plena. Esa jugarreta demostró el temor a que en un gobierno de transición, la figura honorable de un venezolano de intachable trayectoria, como el doctor Aristiguieta, aglutine fuerzas nacionales en la dura etapa hacia la democracia.

Haya o no acuerdo, el país desconocerá el llamado inconstitucional a elecciones fraudulentas y no acudirá a legitimar semejante bazofia, lo que significará también el entierro de los que se prestaron a la farsa, Borges, Rosales, Falcón y Ramos Allup, que sufren el mismo nivel de rechazo de los oficialistas. 

Coincidiendo con la llegada de Zapatero, aterrizó en Maiquetía el ex paladín de la justicia que colocó en el banquillo al dictador chileno Augusto Pinochet. Convertido en mercachifle de los grandes ladrones y corruptos de América Latina, el ex juez español Baltazar Garzón –asalariado de Diego Salazar para la recuperación de millones de euros en la Banca de Andorra– vino a diseñar el salvoconducto para la huida del dictador acorralado, a quien el mapamundi teñido por las sanciones se le hace cada vez más chiquitico.

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