La diáspora venezolana interviene, de diversas maneras, en el proceso de recuperación de las libertades y la democracia en Venezuela y el mundo, desde allí donde han decidido radicarse. Están convencidos de que las libertades son indivisibles y medulares para el proceso de desarrollo y para la reconstrucción del país.
Esos más de 2 millones de ciudadanos, “nuevos y verdaderos embajadores” de Venezuela, después de haber padecido la asfixia progresiva de las libertades, ha asumido un lema: la democracia y los derechos humanos hay que defenderlos todos los días. Han comprendido que el peor enemigo de la democracia es el silencio. Hacen suyas las palabras de Don Quijote: “La libertad, Sancho, es uno de los bienes más preciados que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierran la tierra y el mar; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida”.
En esa defensa de las libertades ha sido necesario contrarrestar un rosario de mitos que el gobierno y sus aliados en diferentes latitudes se encargaron de propagar por todo el mundo. Esa estrategia de marketing, que por un tiempo resultó efectiva, que para desplegarla utilizó todos los recursos a su alcance: las organizaciones y redes creadas en el foro de Sao Paulo, las que provee directamente la dictadura cubana, las que brindaron los gobiernos y partidos afines, los partidos y organizaciones beneficiarias de los recursos venezolanos y los franquiciados y amigos que comparten la misma acera ideológica en España, México, Francia, Estados Unidos, etc., y aquellas redes incrustadas en los organismos multilaterales e internacionales.
Una muestra de esto último la encontramos en las declaraciones de quien fungiera como representante de la FAO en Venezuela. No desperdiciaba segundo para elogiar el modelo alimentario venezolano y, al mejor estilo orwelliano, poco le faltó para denominarlo como el plan de la abundancia, cuando la escasez de los alimentos, de las medicinas y de todo, no cesaba de crecer. Otros organismos han hecho pronunciamientos públicos favorables al régimen o abierto sus espacios para la difusión de los mitos.
La extensión y densidad de estos tentáculos, que no son pocos, los ha padecido la diáspora en todo el mundo. Escojo una experiencia: en una reunión con diputados de un partido político, un representante de la diáspora calificó al régimen venezolano de dictadura. Uno de los parlamentarios presentes expresó su desacuerdo con esa afirmación, alegando que el régimen venezolano no era merecedor de ese calificativo pues había realizado elecciones. De acuerdo con ese argumento tampoco cabría calificar de dictaduras las de Castro o Pinochet; hubo elecciones y plebiscitos.
Esas extensiones han estado acompañadas de generosos contratos a instituciones, consultores y docentes para llevar a cabo investigaciones, dictar cursos y talleres, escribir artículos y libros para ser publicados. Se los financiaba con viajes y estadías para hacer “turismo revolucionario”, a la más vieja usanza de la extinta Unión Soviética y Cuba.
Los beneficiarios gustosamente se convertían en repetidores y amplificadores de los mitos que se habían fabricado. Un story teller que llegaba a distintas capas de la población y que de tanto ser repetido podría resultar creíble. Lo que ha ocurrido en Venezuela con la estrategia propagandística no es nada nuevo, recurre a los viejos esquemas de los socialismos reales: los países de la extinta Unión Soviética y Cuba.
La propaganda rindió sus frutos. Se extendió el mito del carácter social del régimen, se impulsó la idea de que había sido este el responsable de la nacionalización petrolera o el gobierno que dio a la educación y la salud su carácter público, etc. Sus compinches hicieron lo indecible para dar a conocer las “bondades” del régimen, multiplicadores de mentiras y de logros inexistentes que mercadeaban como un régimen “bueno” y preocupado por los desfavorecidos. Indigna que en ese empeño se hagan los ciegos ante la terrible escasez de medicinas y alimentos, el hambre de los ciudadanos y que omitan la existencia de rehenes o presos políticos a quienes, además, se atreven a acusar de asesinos y golpistas.
Otros, menos extremistas e igualmente cómplices, guardan las formas y adoptan una posición equidistante con el solo fin de no tener que tomar partido, que es una forma de hacerlo: guardan un silencio cómplice frente a la crisis humanitaria, la devastación de un país que ya cobra vidas y la represión, que se ha ejercido con saña digna de un ejército de ocupación. Se hacen los sordos y ciegos frente a un régimen que desprecia a sus ciudadanos, prefiere verlos sufrir antes que abrir un canal humanitario que les asegure las medicinas y alimentos que necesitan y son mercaderes de la desesperación: intercambian bolsas de comida por apoyo político.
Su silencio se hace estruendoso cuando desde las Naciones Unidas se alza la voz, con el apoyo de la diáspora, para denunciar el inmenso retroceso y creciente déficit en el terreno de los derechos humanos que ostenta la dictadura venezolana. Todos ellos han sido vulnerados: el de propiedad sobre la vida misma, el de expresión, el de acceso a la información y un largo etcétera.
Esta denuncia es la que ha venido haciendo la diáspora en todos los espacios en los que ha habido posibilidad de hacerla, con el fin de dar a conocer la terrible situación del país y también para evitar que situaciones similares puedan ocurrir en los países en los que hoy viven. La estrategia global en contra de las libertades requiere de respuestas en las que participen organizaciones que desarrollen iniciativas que trasciendan las fronteras nacionales.
La diáspora lo ha hecho a través del contacto personal, en reuniones, talleres, presentaciones, encuentros, entrevistas, artículos, libros, movilizaciones y en el trabajo directo con los partidos políticos demócratas. Ha sido un trabajo de hormiguita que en la primera etapa encontró incredulidad, dudas y mucha resistencia. Las mismas fueron cediendo y hoy, gracias al trabajo conjunto con la alternativa democrática venezolana, un mayor número de ciudadanos, organizaciones sociales y partidos políticos en el mundo son conscientes de que Venezuela vive bajo una dictadura en medio de una crisis humanitaria de enorme calado.
Esa conciencia ha llevado a partidos políticos y organizaciones sociales a desmarcarse del régimen venezolano. Unos por convicción y otros por razones tácticas; les resulta muy pesado cargar con un fardo de esa magnitud. Otros, los menos para fortuna de todos, persisten en la ideología de la barbarie lo que los aísla y distancia de la ciudadanía, cada vez más democrática. Estos dos últimos, los que no se desmarcan o lo hacen por simples razones tácticas, han sido desenmascarados y puestos en evidencia. De esta manera la diáspora, al defender la libertad en Venezuela también lo hace en el país de acogida, allí donde se incube el totalitarismo.
La reciente declaración de un vocero del PSOE (Valladolid, España) minimizando la gravedad de la crisis y mostrando su hartazgo del tema de Venezuela y la posterior aparición, en esa ciudad, de un pancarta ensalzando la revolución bolivariana evidencian las dificultades que la diáspora ha debido enfrentar. Además, con estas declaraciones cuestiona la labor de un líder emblemático de su partido, Felipe González, y la de los eurodiputados y diputados españoles cuyos pronunciamientos reconocen la gravedad de la situación.
Lo dicho reafirma la importancia del esfuerzo que a diario hace la diáspora en su defensa de la libertad y la democracia. Es un trabajo silencioso, que se hace despacito como dice la canción, constante, en todos los terrenos y con todos los medios a su disposición. Se hace con cada nuevo contacto en el trabajo, la calle, en el lugar de residencia y estudio. A cada uno hay que explicarle lo que ocurre en el país y la necesidad de alertar al mundo sobre el peligro de contagio de esta enfermedad mortal en otros lugares del planeta.
Sin duda, los resultados alcanzados podrían potenciarse a través de una mejor definición de políticas y de una mayor coordinación de carácter global. La capacidad amplificadora de la diáspora se ha ensanchado significativamente. Hoy es una necesidad aprovechar la nueva geografía nacional que se construye con la diáspora y un error desperdiciar esta capacidad. Esta necesidad se ha visto reforzada por la reciente declaración de Lima en la que participaron doce cancilleres de los países americanos, por la declaración que ha hecho la Unión Europea y Estados Unidos. Ello no hace más que recordarnos la necesidad de una estrategia internacional con nuevas características y actores.