Después del llamado a rebelión militar el día 30 de abril, el país ha entrado en una espiral de mayor violencia y caos. El régimen, sin filtros ni cortapisas, ha procedido a incrementar la persecución de los pocos pilares institucionales que todavía quedan en pie. Al tiempo que se desarrollan estos acontecimientos, el liderazgo de Juan Guaidó sufre su mayor desafío: no languidecer mientras se concreta el denominado cese de la usurpación.
La situación que vive Venezuela, indudablemente, requiere medidas inmediatas para su resolución. El régimen de Maduro ha logrado la estabilidad en medio del caos. Una estabilidad si se quiere precaria, pero estabilidad al fin. Después de todo, si la meta es quedarse en el poder, y los costos de salida son infinitos, a la coalición gobernante poco le vale cuáles sean las consecuencias que deriven de su permanencia en el trono.
La coalición demócrata, sin embargo, tiene un reto más complejo. Porque debe jugar, o debiera jugar, bajo las reglas de los valores que dice defender para la construcción de una república democrática: apego al Estado de Derecho, transparencia, respeto a la ciudadanía, tolerancia y respeto.
No es fácil pedirle paciencia a los venezolanos que sobreviven en medio de la desesperación, si es que sobreviven. Cada día son más palpables las consecuencias del socialismo real. Y urge detenerlas. Incluso el propio régimen ha dado muestras de un “ajuste” hecho al estilo Maduro para intentar detener el boquete financiero que tiene su administración. Pero ya es muy tarde. La destrucción institucional es de tal grado, que hoy mismo pudiera presentarse el programa más avanzado de políticas públicas, y mientras no desaloje el poder la coalición chavista, simplemente las medidas no gozarán de credibilidad y el país seguirá sumido en el caos. Una pequeña muestra de ello se evidencia con la política cambiaria.
A diferencia de otras experiencias de nuestro hemisferio, el chavismo tiene veinte años en el poder. Dos décadas de esparcimiento de una metástasis destructiva. En virtud de lo anterior, es poco probable que su salida se dé de un día a otro y por completo. Sobre todo por el hecho de que el chavismo, la esencia chavista, no es más que una reafirmación de la búsqueda de intervención estatal que tanto ha fascinado a la política venezolana. ¿Seremos capaces de superarla?
Un punto más delicado aún es el hecho de que, hasta ahora, todo el mundo habla de una transición, pero por la vía de los hechos no hay indicadores que manifiesten la materialización de dicha transición. Por el contrario, Maduro y sus allegados hoy más que nunca se encuentran jugando cuadro cerrado, y lejos de hacer concesiones de apertura, se apertrechan esperando la guerra.
¿Están los demócratas dispuestos a escalar el conflicto? ¿Realmente se tiene el consenso y el apoyo real del mundo libre para sacar a Maduro por la vía de la fuerza? Eso es lo que está por verse. Porque vistos los hechos recientes, la coacción parece ser más y más la vía que toma preponderancia como desenlace.
Y, por supuesto, la coacción no está exenta de problemas. Porque las intervenciones y las cooperaciones pueden ser exitosas o rotundos fracasos, y en la situación venezolana se hace difícil hoy día dar con precisión un diagnóstico certero de cuál será su fin, más allá de la necesidad imperativa de remoción del régimen imperante.
Con las vías institucionales agotadas –la Asamblea Nacional está más cerca de ser disuelta de facto que de demostrar con esplendor su legitimidad– Venezuela se encamina más y más a ser ese Estado fallido que tanto se teme, y del cual muy probablemente la comunidad internacional no reaccione sino cuando sea demasiado tarde, y no haya vuelta atrás. Entretanto, los hechos siguen su curso, y mucho me temo que los días venideros serán más escabrosos.