Cuando un neófito se acerca a cualquier texto filosófico, el primer escollo con el que suele tropezar es el vocabulario usado. Quienes transitamos el camino de la Filosofía usamos en nuestros textos un repertorio de expresiones propias de la disciplina, que comienzan por los nombres de las ramas del “árbol filosófico”, y siguen con aquellos términos absolutamente básicos. Esa diversidad de vocablos, algunas veces escritos y dichos en griego o latín, trae consigo una dificultad: además de su rasgo distintivo, esas palabras han adquirido un significado específico, otorgado por el uso que le dio un determinado autor imprimiéndole un sello personal. No es lo mismo hablar de «sustancia» en Aristóteles que en Descartes. Se complica más aún, cuando el término se emplea en griego o en latín y se vuelve «intraducible». Para ejemplificar este escollo, suele citarse el «arjé» presocrático, cuyo significado es «aquel principio básico y subsistente de la naturaleza, del cual todo surge y al cual todo revierte». ¡No podemos traducir el vocablo, sino definirlo! También son famosos e intraducibles el «cogito» de Descartes y el «dasein» de Heidegger, por tan solo citar algunos.
Esta complicación léxica, si es que se puede llamar así, no es un capricho ni una veleidad de los filósofos. Es el producto de una necesidad creada por el devenir de los tiempos. Esos vocablos, locuciones y frases en su mayoría surgieron en la Grecia Antigua y pasaron a formar parte de las distintas lenguas. Algunos sufrieron modificaciones al ser traducidos al latín, y, otros fueron surgiendo a medida de la necesidad de la propia dinámica de la disciplina.
Al intentar exponer su manera de entender la realidad y hacerlo desde su contexto y su tiempo, los filósofos se han visto obligados a lo largo de siglos a modificar ese vocabulario antiguo para adaptarlo a sus circunstancias espaciotemporales. Algunas veces se modificaron, otras, se crearon nuevas palabras o frases.
Recuerdo mi primera clase en la Universidad Simón Bolívar, Caracas, y la conferencia inaugural impartida por el filósofo Ernesto Mayz Vallenilla, rector de esa casa de estudios por entonces. En su discurso, pronunció varias veces una locución que yo no comprendía bien: «Eo ipso». ¡Uff, no entendí! pensaba cada vez que decía la misma palabra Por el contexto traté de adivinar y me daba la impresión de que significaba algo así como «por esto». Al finalizar el discurso, miré a mis compañeros, desconocidos totalmente, y me atreví a preguntarles: «¿Alguno sabe qué significa el bendito ‘Eo ipso?». Algunos se rieron, otros no dijeron ni pío y uno que otro miró al techo haciéndose el desentendido. Al salir de la universidad y llegar a mi casa, empecé a buscar la expresión invocada y repetida en libros de la biblioteca familiar; encontré, al fin, su significado «Locución latina: ‘Por este hecho». Pero, no crean, no me quedaba claro lo dicho por el doctor Mayz.
De esa manera, empecé a familiarizarme con otras expresiones, muy queridas por algunos de mis profesores. En esos años no teníamos Google, ni otra fuente que no fuesen los diccionarios. Hoy, están al alcance de todos los glosarios filosóficos que representan una maravillosa ayuda para comprender esos «decires del filosofar».
Pero, más allá de las dificultades léxicas, están también las restricciones en el uso de algunos conceptos. Por ejemplo, «verdad» para Sócrates viene a ser armonía entre el pensamiento y el bien. Es el «bien moral». Y, en Nietzsche, ¿qué es la verdad? «Es un error, una ilusión». «Las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son». Y Kant, ¿cómo la entiende? El gran filósofo, a pesar de enfrentar el punto en su Lógica, como también lo hace en algunas partes de la Crítica de la razón pura, no desarrolla el asunto de forma sistemática. Además, Kant usa el concepto de verdad con diversas acepciones: habla de verdad material, verdad formal, verdad trascendental, verdad empírica. ¡Y si nos acercamos a su significación en la Lógica, nos va a sorprender más la variedad!
¿Materia? Este concepto se las trae. Si nos remontamos al «anciano venerable», Aristóteles, como a veces lo llaman algunos, tenemos que encarar otro concepto: «Hilemorfismo». ¡¿Que qué? ¿Hile… qué?!- exclamará alguno de los lectores. Expliquemos: «el Hilemorfismo es una teoría aristotélica, según la cual los seres materiales están compuestos de dos principios, materia prima (hýlē) y forma sustancial (morphḗ)». Pero, mi lector, que es un tanto inconforme, me repregunta, «¿Y eso no es lo que todos entendemos?». Pues, no.
Esta teoría fue seguida por los escolásticos, de allí que muchas veces se habla de una teoría aristotélico-escolástica; los teólogos medievales vieron en el hilemorfismo una aplicación para hablar de las doctrinas cristianas, tal es el caso de la transubstanciación del pan y el vino de la Eucaristía en el cuerpo y la sangre de Jesús. Tanto Juan Duns Scoto como Tomás de Aquino desarrollaron aplicaciones cristianas del hilomorfismo. Duns Scoto reinterpreta el hilemorfismo aristotélico desde la filosofía del gran Agustín de Hipona. En el siglo XX, Bertrand Russell le hizo fuertes críticas a esta doctrina en History of Western Philosophy (1946).
Amigo lector, acerquémonos a otro palabro (palabra rara) que asusta hasta al más pintado: Heteronomía. Tenga presente que hablar de este concepto en Kant, «calificativo genérico dado por Kant a los demás sistemas de moral, por oposición al suyo, pretendidamente autónomo», no es lo mismo que hablar de ese concepto en Cornelius Castoriadis, «sumisión inevitable del individuo a la sociopolítica o a la socio-religión, lo que implica pérdida de la libertad moral».
¿Complicamos más el asunto y hablamos de Idealismo, de Innatismo, incluso, de Realidad?
Estas diferencias las he citado para ejemplificar que el vocabulario filosófico, no solo en el sentido de expresiones «raras», debe aprenderse a usar con mucha corrección, pues, de lo contrario, se puede llegar a extraer conclusiones totalmente erradas en las lecturas de distintos autores. Por ello, mi mejor consejo es que al leer un texto filosófico, no se contente con una simple ojeada.
La filosofía requiere que su lectura se caracterice por ser pausada; además, exige varias «relecturas». Añado, la lectura filosófica, acompasada y constante es absolutamente beneficiosa; nos hace reencontrarnos con el «otro»; nos permite recorrer caminos, senderos, autopistas. Conocemos mundos, maneras de pensar.
No caiga en la trampa de la «lectura veloz». Disfrute humanamente de conocer leyendo a otros seres humanos y a calibrar sus sentimientos y saberes. La lectura de un texto filosófico interpela, reta, exige pensar por sí mismo. En definitiva, nos hace crecer como personas.
@yorisvillasana