Venezuela vivió una situación sin precedentes en su historia y en la región: un apagón en más de 90% de su territorio y por un período de tiempo prolongado. Un evento que generó daños y enormes pérdidas en el país.
¿Podemos catalogar lo ocurrido como desastre? Sin duda, tomando en cuenta varias instituciones y literatura al respecto. Según la ONU y su departamento de asuntos humanitarios, desastres son aquellos sucesos donde muere un número considerable de personas y el costo económico para el país (donde ocurre) supera 1% del producto interno bruto. Para la Cruz Roja, desastres son eventos no esperados que traen como consecuencia un aumento repentino en el nivel de estrés de un gran número de personas y generan necesidades importantes de alimentos, ropa, albergue, cuidados médicos, entre otras ayudas. Mientras que para la Cepal es un suceso que ocasiona no solo daños sino también pérdidas y paralización de actividades en un área determinada y afecta a un número importante de personas.
Por otra parte, están los efectos, que van desde la pérdida económica, los daños producidos, hasta por ejemplo la salida del país de varios de quienes sufrieron el evento, esperando a ver si las condiciones mejoran y volver o quedarse definitivamente en el exterior.
Un país que sufre la mayor recesión de su historia, que padece la hiperinflación más agresiva que haya vivido la región y que adicionalmente experimenta una escasez y diáspora muy grande, la caída del sistema eléctrico por tantos días y la falta de agua son un desastre que Venezuela no podía darse el lujo de tener.
Es difícil cuantificar las pérdidas económicas en el país producto del desastre eléctrico. No solo por la falta de información oficial, sino también por las personas que murieron (quienes estaban en un centro asistencial y no pudieron seguir siendo atendidas, las que sufrieron accidentes, etc.), las horas perdidas de trabajo en la industria, el comercio, universidades y colegios, los ingresos que dejó de percibir el Estado por recaudación de impuestos, los artefactos eléctricos descompuestos, la cantidad de alimentos y medicinas que se perdieron (neveras y congeladores completos de comida podrida en le país con la mayor pobreza y escasez de alimentos del continente), etc.
Al momento de escribir estas líneas, quienes están en Miraflores no le habían informado al país de manera seria ni el alcance del apagón ni sus consecuencias en lo económico. ¿Qué porcentaje de la producción petrolera se vio afectada? ¿Cuántos pozos sufrieron daños? ¿Cuántos barriles se dejaron de exportar? ¿Por qué no hubo seguridad para la empresa privada en Maracaibo? ¿Por qué el encargado de Corpoelec prometió rescatar el sistema en 3 horas y luego pasó días sin hablarle al país (o escribir por Twitter que es la nueva forma en la que se comunican)? ¿Por qué no hubo planes de contingencia (envío de cisternas de agua, suministro de bombonas de gas, etc.) en los barrios? Y así cientos de preguntas en un país donde la opacidad es el orden del día.
Cálculos iniciales apuntan a que el costo para el país pudiera estar rondando 2% del PIB; no obstante, lo que pareciera más grave es que para muchos fue un nuevo punto de quiebre.
En la Venezuela actual existe un convencimiento pleno en cuanto a que el episodio vivido en las semanas previas no solo es muy factible que se repita, sino que hay un único responsable: el gobierno nacional. Las acusaciones absurdas de ataques cibernéticos, extraterrestres y psíquicos no suenan convincentes, menos si se toma en cuenta quien las esgrime. Nuestro país tiene un grave problema de infraestructura que representa una limitante importante para el crecimiento y desarrollo en los próximos años. Es utópico pensar que se puede crecer y sacar gente de la pobreza de manera rápida con el estado actual de los servicios públicos y la infraestructura en general.
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