La tragedia de la dictadura venezolana sacude los cimientos de todo el continente americano, y produce honda preocupación en otros continentes, especialmente en Europa. América Latina está, en esta hora, sometida a una prueba especial para hacer valer los contenidos y alcances de la Carta Democrática Interamericana, aprobada el 11 de septiembre de 2001, en sesión especial de la Asamblea de la Organización de los Estados Americanos en Lima (Perú).
Ciertamente la OEA ha venido asumiendo con reciedumbre bajo el liderazgo de Luis Almagro, un rol de condena a las atrocidades de la dictadura comunista que padecemos en nuestra patria. Las resoluciones del organismo condenando la deriva autoritaria de “la revolución bolivariana” no dejan lugar a dudas, de una creciente disposición de los gobiernos y parlamentos del continente, en respaldar la lucha de la sociedad venezolana por recuperar la libertad, la dignidad y la prosperidad que la camarilla criminal en el poder nos ha hurtado.
Lejos están aquellos días de abril de 2009, cuando una misión de gobernadores democráticos (Antonio Ledezma, Pablo Pérez y quien esto escribe) nos hicimos presentes en la sede del organismo continental en Washington para denunciar lo que ya entonces estaba claro para nosotros: el desmontaje de la institucionalidad democrática, impulsado por el extinto comandante Hugo Chávez.
En aquella oportunidad nos recibió en su despacho el señor José Miguel Insulza, quien nos expresó con claridad meridiana la imposibilidad de tratar ese tema en el seno de la OEA, por cuanto todos los Estados respaldaban el gobierno del comandante barinés. “Solo si un Estado lo propone” podría considerarse el tema en el organismo, nos comunicó.
Diez años, miles de muertos, millones de desplazados y migrantes, centenares de presos políticos, decenas de dirigentes inhabilitados y hostigados, la ruina de nuestra economía, el saqueo escandaloso de nuestras finanzas y una hiperinflación sin paragón han tenido que ocurrir para que nuestro continente y el mundo despierten de la alucinación que la propaganda de la izquierda antidemocrática y la danza de los petrodólares produjo en buena parte de la conciencia política del continente.
Hoy la mayoría de las naciones de América repudian claramente la dictadura, rechazan la usurpación del poder adelantada por Maduro y su camarilla, reconocen a la Asamblea Nacional como el único poder legítimo de la república y a su presidente, Juan Guaido, como el presidente interino de nuestro país. Su reciente visita a varios de nuestros vecinos del sur así lo confirma.
Hasta aquí debemos registrar un avance significativo. Un apoyo que agradecemos muy sinceramente. La Carta Democrática Interamericana tiene ya una vigencia de 18 años. En su momento constituyó un aporte positivo en la evolución del derecho internacional para la protección de la democracia, y, sobre todo, de los derechos humanos. Sin embargo, también se han puesto de manifiesto las grandes debilidades de la comunidad internacional para restaurar la vigencia del Estado de Derecho, en los países que se han salido de la ruta democrática.
El caso venezolano es aún más dramático porque, además de la ruptura del orden constitucional, ha quedado develada la existencia de una organización criminal que se tomó el poder para proteger las cuantiosas sumas de dinero robadas al país, así como el saqueo de recursos minerales y la utilización de nuestro territorio para las operaciones de carteles de la droga. Todo ese conjunto de graves circunstancias y eventos no se puede corregir con declaraciones institucionales y es casi que imposible de impedir solo con sanciones económicas y diplomáticas.
La experiencia venezolana debe ser la base sobre la cual construir un derecho internacional coercitivo más eficiente, para evitar que un país de nuestro hemisferio llegue a los niveles de abuso, destrucción y autoritarismo que nosotros hemos vivido en pleno siglo XXI.
Los voceros del autoritarismo marxista en América Latina siguen aferrados a ideas obsoletas para proteger a la camarilla roja, aplicables a realidades distintas a las de una tragedia humanitaria como la nuestra. El principio de no intervención, consagrado en la carta fundacional de la OEA, queda supeditado, luego de la vigencia de la Carta Democrática Interamericana, a la existencia de un Estado de Derecho democrático. Alegarlo ahora es convertirlo en un burladero con el cual la dictadura busca perpetuarse.
Ese principio no es para nada absoluto, está condicionado a la vigencia de los derechos humanos. No se puede anteponer “la no intervención” al respeto de los derechos del hombre. Nuestro derecho internacional ha evolucionado, precisamente, para hacer valer en todos los Estados y en todas las circunstancias la vigencia de dichos derechos. De modo que alegar la tesis de la no intervención es como alegar el derecho de propiedad como un derecho absoluto, que no admite la función social de la misma.
El desafío democrático de América Latina está planteado para conseguir el mecanismo de hacer realidad la efectiva vigencia de la Carta Democrática. Es menester, entonces, una reforma de esta para establecer estándares y procesos respecto de la vigencia del Rstado de Rerecho, hasta estipular el deber de intervención humanitaria, en los términos que san Juan Pablo II lo consagró en su doctrina de defensa de los derechos fundamentales de la persona humana.
El mundo observará cómo una camarilla criminal se burla de todas sus exigencias. Quienes usan la fuerza brutal de las armas para imponer un régimen, difícilmente cederán ante las exigencias diplomáticas de América Latina y el resto del mundo. Menester será aplicarles una dosis de su propia medicina. Entonces la OEA tendrá que convertir en norma jurídica las realidades aquí vividas, para impedir que vuelvan a repetirse en otra de nuestras naciones del continente.
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