Soy enemigo de la inflación en el campo de los derechos humanos. Se corre el riesgo de banalizarlos y, adicionalmente, de hacer casi imposible la eficacia de sus garantías. Ello, en modo alguno contradice lo inherente a los mismos derechos fundados en la dignidad humana, a saber, su progresividad, las ampliaciones de sus núcleos en la medida en que los hombres –varones y mujeres titulares de aquellos– desarrollan sus personalidades. Es lo propio del principio de la perfectibilidad de lo humano y de lo social.
Pero abordo la cuestión pues el perfil de lo histórico, como derecho, en beneficio de las generaciones actuales y futuras, está severamente trastornado y amenazado por dos aguas encontradas que no logran estabilizarse.
Una nace del perverso fenómeno de la “posdemocracia” o el neopopulismo.
Regresan los mesías, los traficantes de ilusiones, ahora elegidos por ex ciudadanos que se dicen huérfanos de la transición global, en medio de fronteras geográficas que se vuelven líquidas y a todos anega. Y aquellos, apalancados por los medios y redes digitales de los que al paso denuestan a diario, a su vez propician, usándolos y hasta apropiándoselos, una relación directa con la gente. Tiran por la borda las mediaciones institucionales de la democracia; lo que agrava un fenómeno de vieja data, a saber, la del Estado –ahora personalizado– que se instaura para dominar bajo el régimen de la mentira.
De tal modo, asumen el poder quienes reescriben la historia a conveniencia y fijan verdades de conveniencia, como dogmas de fe. “Es como si la historia –lo señalé hace 16 años en mi libro Memoria, verdad y justicia– hubiese enterrado todos sus relatos dominantes, narrativas y cosmovisiones, no solo la democrática, negándolos en su ejemplaridad una vez como hace su ingreso el siglo XXI”.
La otra, consecuencia de la citada liquidez de las fronteras, que es objetiva e inevitable, al ocurrir la muerte del Estado como espacio acotado, hace que las sociedades civiles pierdan sus texturas, se vuelvan colcha de retazos y desprecien, por consiguiente, el valor de la memoria común, de la historia compartida, de las raíces a fin de cuentas.
En el más reciente de mis libros (Calidad de la democracia y expansión de los derechos humanos, 2018), afirmo, por lo mismo, que sobre nuestros viejos territorios quedan ahora legiones de indignados; todos a uno sirvientes de la tecnología digital globalizadora, pero todos a uno dictadores a su modo: dictan “verdades propias” sin cultura de la tolerancia.
Excluyen de sus redes y bloquean o le cierran sus nichos sociales a quienes consideran diferentes o molestos para sus ideas. Unos se desplazan sobre las autopistas de la información con espíritu de logofobia e inmediatismo, de suyo negados a la historia; mientras que otros, de igual procedencia estatal pero que se repliegan hacia patrias de campanario en una suerte de vuelta al estadio de naturaleza (afrodescendientes, defensores del ambiente o ecologistas, militantes de las más variadas ONG, participantes de movimientos neorreligiosos o comunitarios, feministas o LBGT, proabortistas), reclaman el “derecho a ser diferentes”. Elaboran sus propias historias, excluyentes de la otredad.
De suyo, entonces, la historia que se escriba, si acaso hoy se escribe, en una acera –la de los Chávez o la de los Berlusconi– abjura del pasado y no tiene más verdad histórica que la variable o útil, ajustable al interés de los palacios que ocupan los dictadores del siglo XXI. En la otra, quienes son presas del narcisismo digital y de la fugacidad “desinformativa” que alimentan, y en la que conviven también esos otros que han optado por la primacía de sus nichos culturales o de localidad, no hacen ni apelan a la historia, sencillamente porque el tiempo digital, con su vértigo, se los traga y pulveriza.
Dejo el asunto hasta aquí. Lo importante es el llamado de atención a los líderes verdaderos, quienes, por capaces de tener mirada fría, sosegado escrutinio de lo real, y por fundar el porvenir en principios que lo prometan mejor, han de forjar diques constitucionales que pongan freno a las aguas encontradas, al deslave de egoísmos y de relatividades que solo amenaza con naufragios, indignos de pasar a la historia.
Soy optimista, sin embargo. Sobre aguas encontradas se inaugura la historia del continente que somos en 1498; a pesar de enterrarla el “cesarismo democrático” y la desmemoria.
“En la boca del Dragón o de Drago, como la bautiza Colón, en una suerte de lucha de contrarios como los que luego le dan movimiento a la historia que comienza a escribirse, sufre el encuentro entre las aguas dulces y encrespadas del río Orinoco y la salinidad del océano Atlántico”, reza la crónica de 1498. Un verdadero espectáculo en el que casi se va a fondo su expedición legendaria. Repite la trama de la Odisea.
En la antigüedad griega se cree que dos monstruos marinos, Sila y Caribdis, amenazaban de lado y lado a Ulises, quien atraviesa un estrecho canal de aguas furiosas y busca evitar que aquella con sus seis cabezas cada una y sus tres filas de dientes y un vientre de cabezas de perros que ladran, se lo engulla, o que esta, con su torbellino le succione hacia los abismos como lo hace con el agua tres veces al día.
Sin derecho a la historia, en suma, no hay sociedad posible, ni posibilidad para el escrutinio de las ideas, menos para expresarlas como supuesto de la vida política.
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