Ocurrida la “chispa de Dios”, el choque entre naturales y descubridores y de las aguas dulces y saladas en las Bocas de Drago, en 1498, los venezolanos nacemos con dos taras genéticas: (1) La del encomendero o padre bueno y fuerte, que los escribanos al servicio de nuestras dictaduras, observando más tarde a Simón Bolívar, titulan de “gendarme necesario”; y (2) la de la encomienda, el territorio y la gente que se entrega al primero para que vele por ambos, con lo que se impone la urgencia de obtener riquezas, asumir a la patria naciente como botín, heredad vitalicia, libremente disponible. El mito de El Dorado refuerza todo ello, sobre la nada que somos y el nomadismo que nos hace presa.
Esa es nuestra historia. La matizan las envidias y traiciones, la astucia zorruna de quienes se aproximan al poder –el autócrata es fatalidad que se acepta– para alcanzar preferencias a costa de una lealtad que se agota en el instante en que dejan de rendir.
En esa simbiosis maldita se nos pasa el tiempo colonial y parte del republicano. En ella se explica el origen de nuestra cultura cainita y también la generosidad que nos caracteriza, que alcanza a los odios que igualmente nos dividen. Las filiaciones partidarias, entonces, son cosas subalternas.
Antonio Leocadio Guzmán, editor de nuestro primer diario popular, El Venezolano, forjador del primer partido liberal, al explicar su filiación afirma que los otros son conservadores: “Si se hubiesen declarado liberales yo sería conservador”.
Tales taras son las que intentan dominar los civiles de finales del siglo XVIII, universitarios, hacedores de las gestas de 1810 y 1811. Pero desaparecen, son enterrados bajo una historia cuyas páginas escriben con sangre nuestros hombres de espada, hijos de una traición. Acusan a Miranda de peculador.
Entre peleas y reencuentros, las generaciones universitarias de 1928 y 1936, retoman el empeño civilizador y le ganan una partida al sino de la tradición.
¿Cómo logran el milagro de nuestra regeneración a partir de 1958, que aún late entre las víctimas del huracán de maldad que hoy azota al país, el de adentro y el de afuera, nuestra inédita diáspora?
En sus papeles y peroratas, entre carcelazos y exilio, esas generaciones, amigas de los libros, fijan como eje de sus luchas imponer la moralidad administrativa, sin fisuras ni concesiones, y darnos el voto universal, directo y secreto. El sueño democrático sería una caricatura en su defecto. Así lo entienden, como condición del bienestar verdadero de la gente.
Tales logros se ven postergados en el interregno, acaso, por el cruce de relaciones entre el largo pasado dictatorial castro-gomecista y el presente distinto que se busca realizar durante el gobierno de Eleazar López Contreras. Las transacciones van y vienen en el período de Isaías Medina que le sucede, pero enloquece el candidato que sirve de puente entre el hoy y el ayer: Diógenes Escalante.
Tampoco remedia la cuestión la otra realidad que se cuece a puñetazos, el 18 de octubre de 1945. Probablemente la doblegan los Juicios de Responsabilidad Civil y Administrativa que afectan a los validos de la “república militar” que se busca desplazar. Sus víctimas se declaran perseguidos políticos. El costo sucesivo son otros diez años más de férrea dictadura.
En buena hora se conserva y salva, para la memoria de una nación sin ayer como la nuestra, la entrevista que los periodistas Carlos Rangel y Sofía Ímber con Rómulo Betancourt, actor fundamental de nuestro siglo XX. Este revela el secreto de la mágica pócima que le permite, junto a Rafael Caldera y Jóvito Villalba, fecundar una república democrática humana, viable, no divina. El Pacto de Puntofijo es la escala final, la puesta por escrito de un proceso que decanta y proscribe los narcisismos, obra de dolores y experiencias compartidos en la hora del oprobio.
Dos medidas y una garantía son el denominador común para lograr lo imposible pero imprescindible –copio el giro de José de San Martín– a partir del entendimiento propuesto por Rómulo, que no de la unidad despótica.
Al cacique o chamán se le opone la elección universal, directa y secreta de los gobernantes. En la primitiva Hispania, en cuyas fuentes beben nuestros padres fundadores de 1810, el monarca no es titular sino depositario de la soberanía. Y a la geografía humana encomendada, le atraviesan la moral pública, en pocas palabras, recrean los juicios de residencia conocidos desde la Colonia.
Pero lo más importante, como garantía de lo anterior, es que no se acepta que puedan comer en el mismo plato demócratas con dictadores, ni con ladrones del tesoro público ni con sus áulicos o defensores.
La democracia, para ellos, es voto, pero sobre todo rendición de cuentas, transparencia. Es deber que pesa sobre todo actor político, sin que se ofenda, explicar ante cualquier acusación o juicio, incluso infundado, que se le dirija desde la galería en el teatro del quehacer democrático.
Es verdad, no obstante, que a lo largo del siglo XX los perseguidos –había inocentes– de la Revolución de Octubre y sujetos de los Juicios de Responsabilidad Civil y Administrativa, le hacen ver a los discípulos de Puntofijo, incluidos los golpistas del 4F, que la corrupción fue usada como un arma para lapidarlos políticamente. De allí que aún se crea y predique, unas veces por hábito, otras por conveniencia, que los jueces y escribanos son servidores de intereses parciales. Y esa matriz la refuerza, trágicamente, la amoralidad de la injusticia del régimen criminal imperante en Venezuela.
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