“La verdad es que nadie puede herirnos salvo la gente que queremos”. Jorge Luis Borges.
No ha sido fácil el tránsito de la democracia en el devenir de las ideas políticas y, menos aún, en el discurrir del hombre como creatura imperiosa de la historia. Surgió como un Sol y se eclipsó por XX siglos para reaparecer segura y universal al ritmo que la genealogía renacentista pareció disponer.
Pero, cuando el mundo todo se reclama del culto democrático y se le asume como un valor societario fundamental, entonces, muestra la experiencia democrática una vacilante derivación, una condición titubeante, dudas en su ejercicio y proyección. Se le cuestiona con severidad y racional legitimidad para hacerlo.
El asunto, sin embargo, no debe sorprendernos. El ser humano ciudadano es indócil, desafiante, inconforme. Además, como nos enseña Toynbee, trascienden las civilizaciones que se imponen a los retos que de suyo se presentan para ponerlas a prueba y el hombre es capaz de demandarse a sí mismo experimentos. Francis Fukuyama anunció petulante el fin de la historia y, por cierto, dentro de algunas semanas se cumplirá un centenario de la Revolución de octubre que intentó agotar la aventura existencial encerrando al protagonista en un modelo de apariencia virtuosa. El hombre, una vez más, apuntó a su tendencia a explorar en su ontología para redescubrirse y vencer en el tour de forcé. Sin necesidad de destruirse ni de recurrir a la violencia, confirmando lo que Arendt define como poder, aquel enorme leviatán se quebrantó para dejar al ser humano ciudadano reinventarse o intentarlo. No es el dominio sino el convencimiento lo que nos define.
El humano se extravía en su discurrir, pero también se atreve a corregir el rumbo. No es perfecto, sino perfectible, nos recuerda el cristianismo, y las obras humanas son la materia de su búsqueda constante. Hacer y transformar signan su evolución, revisar y agregar, cortar, extirpar llaman los médicos el proceso que ataca la malformación, el elemento anómalo y lo aparta del órgano, del cuerpo. Viene no obstante a mi memoria Saint Simon: “Solo se destruye lo que se sustituye”. La democracia es una de sus más importantes realizaciones y conoce, como otras, altos y bajos, lo cual no la descalifica.
Este tal vez un tanto extenso introito era necesario para advertir lo que resalta sin embargo a la vista de muchos, la democracia no resuelve siempre los conflictos que en la sociedad surgen y ni siquiera los que como sistema de ella misma pueden emerger. En efecto, direccionar la dinámica del poder hacia la inclusión de los miembros del cuerpo político haciéndolos responsables de las decisiones que lo estructuran y conducen a la postre es un titánico y aporético a ratos esfuerzo que no culmina a menudo donde quisiéramos. Ocurre como nos decía Rousseau, que solo si el hombre fuera perfecto, como un Dios, sería perfecta la democracia, pero, como sabemos, no lo es. La democracia convulsiona hoy porque es un marco dentro del cual el hombre actúa en sus laberintos, que incluye la libertad de acción en el espacio público en el que se evidencia. Ese humano ciudadano puede hacer tóxico su desempeño, y ello no es referido a alguno o muchos de los destinatarios del poder sino, y especialmente, de los detentadores, como diría Karl Loewenstein. La democracia, como el Estado constitucional, es un sistema, dijimos y evocando a Luhmann, desde luego también es un subsistema. Mas aún, trayendo a Danilo Zolo, la democracia es complejidad, y una base multifactorial opera en su ingeniería.
No es un artículo de prensa el referente para acometer una disquisición sobre una temática tan gruesa, pero me vino al espíritu una motivación que pretende postular un foco de reflexión en la Venezuela que vemos caer estrepitosamente por todos los vacíos, en la incertidumbre y la desesperanza, en el caos. Nos precipitamos y seguimos en la diatriba que nos anula amargados, desconfiados, frustrados. La nación y su democracia, su cultura, su historia están enfermas, Yacen en vilo, como el Cristo de Dalí.