Las relaciones internacionales nos refieren a la disciplina académica que tiene a su cargo el estudio, comprensión y valoración de los grandes temas políticos, jurídicos y económicos que vinculan -o pueden ser comunes- a diversos países del mundo civilizado y cuyos argumentos y preferencias expresan los gobiernos, individualmente, a través de sus respectivas políticas exteriores. La diplomacia, a su vez, enmarca las relaciones oficiales entre gobiernos, para lo cual estos se valen de misiones permanentes o de agentes debidamente acreditados en países generalmente amigos. El Derecho internacional consagra las relaciones internacionales a través del Sistema de las Naciones Unidas, en tanto que el ejercicio de la diplomacia queda preceptuado en la Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas del 18 de abril de 1961.
Sin duda, hoy asistimos a una progresiva revisión del concepto de Estado-nación, impulsada por los desafíos que este asume ante la nueva economía global, el tránsito de personas, el desarrollo de modernas formas de intercambio y asociación y, por encima de todo, por la consolidación de originales estructuras de integración regional. La expansión y eficacia de los sistemas trasnacionales de telecomunicación, permite a los actores afrontar acontecimientos en tiempo real, tomar decisiones o actuar con inusitada rapidez sobre los temas críticos que conciernen a la diplomacia y las relaciones internacionales. Los inevitables efectos de la globalización, refuerzan la necesidad de agrupar países en organizaciones de carácter supranacional, llamadas a sostener programas de interés común, tanto como atender preocupaciones compartidas en materias diversas: economía y finanzas, migración, seguridad y defensa, medio ambiente, entre otras. Es la expresión cabal del multilateralismo, la ocupación conjunta de varios países interesados en cuestiones determinadas de la agenda política. De allí surge un nuevo Derecho ubicado por encima del ámbito nacional de los países miembros de cualquier alianza, un régimen jurídico que actúa con habitual independencia del Derecho interno.
En este orden de ideas, la importancia creciente de la diplomacia, exige cada vez mayor versatilidad en las funciones que desempeñan los embajadores residentes (acreditados), las cuales giran en torno al fomento de relaciones amistosas, sustentadas siempre en el diálogo y el consenso necesarios, cuando existieren visiones alternativas. El autocontrol, la inteligencia, el conocimiento profundo de los temas vitales, la mesura, el escrupuloso cuidado de las formas, el respeto al ordenamiento jurídico, serán siempre costumbres y prácticas recomendables en el manejo de las relaciones diplomáticas. Precisamente, una de las funciones previstas para los embajadores en la citada Convencion de Viena, se contrae a enterarse por todos los medios lícitos posibles, de las condiciones y de la evolución de los acontecimientos en el Estado receptor, e informar sobre ello al gobierno del Estado acreditante (artículo 3, literal d).
Y es aquí adonde nos corresponde abordar el tema de la «autodeterminación de los pueblos» y sus relaciones con la comunidad de naciones. No es cuestionable que los ciudadanos de un Estado-nación tengan pleno derecho a elegir los términos de su vida asociativa, dentro de un marco regulatorio generalmente aceptado por sus nacionales y residentes, desenvuelto de manera diáfana y tolerante de cualquier forma refinada de disidencia. La autonomía se desdobla en dos concepciones fundamentales: los ciudadanos se autodeterminan sin coacción que mediatice su genuina voluntad o libertad de elegir entre propuestas y programas alternativos, por una parte y, por la otra, el gobierno legítimo quedará siempre acotado en sus competencias y facultades para actuar conforme el ordenamiento jurídico. Así pues, autodeterminación y gobierno circunscrito al marco regulatorio -Constitucion, leyes y tratados vigentes- y al control parlamentario de sus actuaciones -aunado a la observación externa que presciben los tratados internacionales-, condicionan la viabilidad y firmeza del Estado esencialmente democrático. Proteger y promover la autonomía con arreglo a las nociones previamente esbozadas, es condicionante fundamental de todo gobierno legítimo. La cultura y la voluntad democráticas de la sociedad nacional se inscriben en nuestras tradiciones cristianas occidentales.
Pero, ¿dónde queda el orden global en este contexto? La política doméstica con las actuaciones del gobierno en funciones no debe ser excesivamente contrastante con la gestión de sus relaciones internacionales. Una cosa es reclamar respeto a la autodeterminación de los pueblos en el plano internacional, y otra es violar de manera flagrante los derechos humanos en el plano interno. El ideal común plasmado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos (ONU, 1948), fortalece los derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales de la persona humana, que todos los gobiernos deben respetar y proteger. De allí la pertinencia y el valor de las acciones internacionales encaminadas a su pleno restablecimiento, algo que se coloca muy por encima del concepto de autodeterminación arriba comentado.
El proceso de globalización que nos envuelve viene desplazando los centros de poder y decisiones hacia entidades supranacionales. Hay quienes dicen que el Estado-nación, terminará siendo a la larga un actor más, entre otros. Desde el Congreso de Viena, la Liga de las Naciones, la Organización de las Naciones Unidas y demás asociaciones mundiales o regionales, se intenta construir y consolidar una sociedad internacional que respete la dignidad de la persona humana, que asegure la libertad, la igualdad y la tolerancia, el acatamiento al ordenamiento jurídico, el derecho al desarrollo en todas sus vertientes y la conservación del patrimonio ambiental y cultural de la humanidad. Y en ese camino, no es admisible dar la espalda o ignorar lo que sucede en el plano interno de los países miembros; se justifica la acción coordinada, la presión que corresponda, según las circunstancias del caso. Es el orden global al servicio de la democracia y de los derechos humanos fundamentales. ¿Un signo de los nuevos tiempos?