“Periodistas, profesores y políticos sin talento componen, por tal razón, el Estado Mayor de la envidia, que, como dice Quevedo, va tan flaca y amarilla porque muerde y no come. Lo que hoy llamamos ‘opinión pública’ y ‘democracia’ no es en gran parte sino la purulenta secreción de esas almas rencorosas”.
José Ortega y Gasset (Democracia morbosa, 1917)
No hay nada mejor para comprender varias de las facetas de la tragedia venezolana que leer a don José Ortega y Gasset; aunque él hable de España, hay situaciones tan parecidas entre ambos países que esos escritos cobran plena vigencia en el siglo que vivimos.
Tengo a la mano la edición de 1970 de El Espectador, cuyo prólogo es de Gaspar Gómez de la Serna, y me he deleitado releyendo los ensayos compilados en esa edición.
Podría detenerme en cualquiera de ellos, pero voy a dedicar el artículo a Democracia morbosa, escrito en 1917, el cual ha tenido muchas reseñas y críticas a lo largo de un siglo, no siempre fieles al pensamiento del autor. Leerlo superficialmente acarrea irremediablemente una idea errónea sobre la concepción que Ortega maneja de la democracia.
Desde el comienzo del ensayo, apunta a la demoledora crítica que hará al triunfo de la ordinariez en la sociedad: “El plebeyismo, triunfante en todo el mundo, tiraniza en España. Y como toda tiranía es insufrible, conviene que vayamos preparando la revolución contra el plebeyismo, el más insufrible de los tiranos”. Dice Ortega que la democracia per se, como “norma del derecho político” es algo óptimo; pero, cuando ella se sale de esos cauces, “es el más peligroso morbo que puede padecer una sociedad”. ¿Por qué esa aseveración?
Mantiene el filósofo que la salubridad de una democracia reside justamente en que permanezca dentro de su ámbito natural, que no es otro que el área político-jurídica. Cuando el sistema se extrapola a otros escenarios deviene en plebeyismo. El autor se opone resueltamente a la democracia, que él adjetiva como exasperada, cuando esta sale de su escenario propio, porque ello conduce al “igualitarismo de las almas rencorosas y plebeyas”. No parece, entonces, que él sea antidemocrático, como han afirmado muchos.
Lo que adversa es llevar la democracia a espacios que no le corresponden. Su ataque va dirigido al igualitarismo que desconoce el talento, la sensibilidad, la delicadeza de cada persona en particular. No puedo menos que citar textualmente sus palabras lapidarias: “Este estado de espíritu, empapado de ácidos corrosivos, se manifiesta tanto más en aquellos oficios donde la ficción de las cualidades ausentes es menos posible. ¿Hay nada tan triste como un escritor, un profesor o un político sin talento, sin finura sensitiva, mordidos por el íntimo fracaso, a cuanto cruza ante ellos irradiando perfección y sana estima de sí mismo”.
En Ortega y Gasset se encuentran muchos de los conceptos también trabajados y fuertemente criticados por Max Scheler, como por ejemplo la exacerbación de ese igualitarismo que se basa en bajar a todos a un nivel a ras del piso, ese igualitarismo soez que rechaza todos aquellos valores superiores, así también adversa la grandeza personal que a su vez exalta los antivalores. “La exigencia de igualdad, basada en la idéntica dignidad personal, no puede reivindicarse al precio de negar ciegamente las diferencias reales de calidad axiológica entre los hombres”.
La concepción del español sobre la democracia está estrechamente ligada a su concepto de la conexión existente entre las masas y las minorías. Ortega no prescinde de la democracia, porque su idea sobre las minorías no se contradice con el principio de la igualdad de derechos. Más bien, propone ahondar en la significación y concreción de la democracia dentro de un programa que se nutra del liberalismo. Sus ideas se van afinando en el tiempo y alcanzan su máximo perfeccionamiento en los ensayos que publica entre los años 1921 y 1923, los cuales fusionará en España invertebrada (1921), El tema de nuestro tiempo (1923) y La rebelión de las masas (1939).
Como diría un analista orteguiano, A. Peris Suay, “Ortega nunca renegó de la democracia en el marco del liberalismo. Ambos eran irrenunciables. Sin embargo la democracia, como el liberalismo, hay que tomarse el trabajo de pensarlos. No son concepciones abstractas, definitivas, deshistorizadas. Del mismo modo que el liberalismo es en Ortega un ethos, la democracia es también una exigencia infinita”.
Apliquemos a nuestra tierra de gracia las críticas de Ortega. No solo se ha enseñoreado el plebeyismo, sino que aunado al pobrismo, ha llevado a Venezuela a una hecatombe social inimaginable. El problema no solo es político-económico-jurídico; el tejido social se desdibujó completamente y la medianía, la opacidad, el resentimiento y un igualitarismo soez, que desprecia todo aquello noble en el individuo, han herido mortalmente al país.