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Democracia enferma, de odios

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La renuncia de Pedro Pablo Kuczynski a la Presidencia del Perú, dado el nuevo cerco que le tiende su Congreso para destituirlo, debe leerse a la luz de lo que afirma en su discurso de toma de posesión su vicepresidente, Martín Vizcarra: “Lo que ha sucedido debe marcar el punto final de una política de odio y confrontación, que no ha hecho otra cosa que perjudicar al país”.

Tres hechos destacan y habrán de valorarse sobre este desenlace que pondrá a prueba la democracia moral en ese muy querido país: uno es el perdón que le otorga PPK al ex presidente Alberto Fujimori, luego de purgar 10 años de cárcel y ser pionero del vaciamiento que sufren las democracias de la región al apenas inaugurarse el siglo XXI; lo que da lugar, en 2001, a la adopción de la Carta Democrática Interamericana. El otro, la prohibición de asistir a la Cumbre de las Américas impuesta por PPK a Nicolás Maduro, dictador venezolano quien tira a la basura los estándares de toda democracia decente. El último, muy pedagógico, la misma renuncia, en un contexto de gobernantes y políticos que no creen en la alternabilidad.

Más allá de lo cierto o no de las acusaciones que se le hacen a PPK, una víctima más de la cadena de corrupción global que instaura la empresa brasileña Odebrecht de manos del patrón del Foro de Sao Paolo y propulsor del socialismo del siglo XXI, Lula Da Silva –a punto de su condena– lo cierto es que se trata de hechos anteriores a su elección, o que involucran a terceros que lo apoyan.

El pueblo peruano, no obstante, le elige su gobernante. ¿Desconocía acaso esos antecedentes que abochornan a sus congresistas? ¿Los omitieron estos como debate necesario durante la campaña electoral, incurriendo en grave corrupción y atentando contra la transparencia?

La experiencia de PPK trae al caso la que sufriera Carlos Andrés Pérez en Venezuela, a finales del siglo XX. Fue expulsado del poder a través de mecanismos “constitucionales” –¿desviándoselos y en fraude?– por haber usado dineros de los gastos secretos del Estado a fin de apuntalar la democracia nicaragüense. En lo sustantivo, el hecho apenas sirvió para provocar la ruptura abrupta en la continuidad de un quinquenio constitucional por terminarse, empujando al país hacia la inestabilidad y sucediéndole, más tarde, el lodo putrefacto en que ahora se encuentra.

El mesianismo y el argumento a mano de la lucha contra la corrupción derivan, como se constata, en un “sistema” perverso, en una asociación criminal narcoterrorista que empuja a la corrupción hasta el paroxismo. Lo que es peor, el comportamiento cínico de Maduro no se ha hecho esperar. Ataca a PPK y celebra su renuncia, siendo uno de los mayores beneficiarios de la Odebrecht.

En ese flujo y reflujo de la corrupción, que al ser política es de la ciudad y también del entorno social que la forma, parece llegada la hora de poner la cuestión sobre la mesa e interpelar a los políticos y también a la misma sociedad. Son los ciudadanos de a pie quienes eligen a esos presidentes tachados por la corrupción, y son sus representantes quienes los destituyen, de ordinario cuando se desatan las pasiones, mengua la utilidad, mientras no aparezca otro gendarme, como Hugo Chávez.

En Perú no se salva ninguno, como parece. Fujimori asume su gobierno luego del nido de corrupción que representaría el mandato de Alan García. Y a Fujimori –excepción del honorable presidente de la transición que fuera el fallecido Valentín Paniagua– le suceden Alejandro Toledo y Ollanta Humala, arquetipos de la insurgencia indígena, en aceras opuestas, tragados por el ostracismo.

La solución chavista y revolucionaria, en su día, fue proscribir constitucionalmente el financiamiento de los partidos. Y el pueblo lo aplaudió: ¡Que se vayan todos! Al cabo, sobrevive solo el movimiento político que apoya hoy a la dictadura; que de tanto en tanto comparte pequeñas canonjías para asegurarse su total y corruptor dominio.

El tema es grueso y complejo, por lo visto.

Francisco de Mirada pide ayuda a los banqueros británicos para emanciparnos. De otra forma no lo hubiese intentado. Simón Bolívar, durante su tragedia previa a la muerte, acude a su banquero para que le auxilie y vivir con decoro su posición de ex presidente. José Antonio Páez opta por cogerse el país, lo hace el botín de sus soldados. Y, salvando las distancias, Chávez se alimenta, viniendo de la inopia, con los dineros de la banca española, para no señalar los del establishment de Washington o los que le enviaran libios e iraquíes, en 1998.

La reflexión, aun así, exige deponer los odios, como lo propone el nuevo presidente peruano. En Venezuela, hacia 1964, Rómulo Betancourt esgrime que, afirmadas en la lealtad a la democracia, mantuvo estrechas relaciones con Rafael Caldera. Piensa en Venezuela, a pesar del reclamo que le hacen sus compañeros del partido AD: “Me propuse acabar con la saña cainita”, tan arraigada en la política vernácula.

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