“Si el poder de la moral no es, por así decirlo, el poder constituyente de una República, entonces la República no existe”. Germaine De Staél, citada por (Kalyvas, 2005)
Quizás, como lo advirtió Nietzsche (citado por Isensee, 2005), “el camino hacia los inicios conduce hacia la barbarie”. Los procesos revolucionarios suelen tomar caminos distintos a aquellos que su discurso postuló. Francia habló de libertad y luego se fascinó de igualdad, envidia, rencor social y trajo al imperio saliendo de la monarquía.
Sabiamente, entonces, más que intentar ofrecerse una democracia, se brindaron los estadounidenses una República, sobre lo cual, en la consideración de los tiempos, lucen acordados Alexis deTocqueville y la inmensa Hannah Arendt y fuerza es admitir que la experiencia estadounidense logró más libertad que su similar francesa igualdad.
Puedo continuar evocando episodios de Rusia, China, Camboya, Laos, Corea, Cuba, por solo citar enunciativamente, algunos conocidos trances revolucionarios que culminaron con la traición a las banderas del pensamiento liminar y, especialmente, el sacrificio de la ética, en provecho del poder y las circunstancias. La truculencia y el envilecimiento parecen acompañar a la bondad y la virtud, en el tránsito de los cambalaches, propios de las revoluciones.
En Venezuela apenas comenzamos a ponderar la secuencia que se cumplió y se cumple desde que Hugo Chávez y los jóvenes oficiales atentaron contra la institucionalidad aquella madrugada del 4 de febrero de 1992. Vivir la explosión antipolítica y la erupción del populismo, militarismo, ideologismo en el mismo envión no nos ha permitido observar, comparar, estudiar y desatascar suficientemente el asunto, que, sigue pleno de incógnitas y aporías. Se puede decir que muy poco sabemos de lo que constituye, sin dudas, una tragedia y tampoco tenemos mayores certezas con respecto a su etiología. La ecuación histórica toma su tiempo para despejarse.
Obviamente sabemos poco también de los actores concernidos. Me refiero a lo que son y de dónde salieron esos polvos que derivaron en estos lodos. Recién advertimos que Maduro, padre, tuvo una vinculación con factores de izquierda y se le sigue el rastro hacia Colombia; tampoco tenemos claro con respecto a su vástago Nicolás y nos interrogamos aún, ¿dónde realmente nació y con quién se formó y desarrolló? El velo del pasado todavía nos prima de mucho y el tiempo histórico es demasiado presente para asirlo metódicamente.
Entonces, deberemos con el catalejo otearlo y atrevernos a describir como conocido lo que sigue rodeado de opacidades. En efecto, tenemos un tirano que se hace llamar presidente constitucional, sustentando su afirmación en un compendio de fraudes sistemáticos que realizaron, con la complicidad de los otros poderes públicos, tan írritos como el mismo y tan ilegítimos, como él igual lo es.
Paralelamente, el drama de una fuerza armada fagocitada por la corrupción, el ideologismo, fanatismo, determinismo, fatalismo se muestra obsceno y como nunca en nuestra historia patria se ha producido un distanciamiento tan grande y tan profundo entre los poseedores de las armas de la nación, y el pueblo que los padece y sufre.
Los llamados colectivos, que son en realidad grupos organizados paramilitares, actúan por motivos distintos a aquellos que los llenaban de orgullo, al asumirse como defensores de la revolución bonita y servidores de los humildes vecinos y convives. Se han sumado a la oligarquía que gobierna, pero carentes de razones y convicción. Socios del asalto al poder y beneficiarios de todas las canonjías y prebendas del Estado chavista inficionado de vulgaridad y odio.
Todo apunta a una víctima que, como un daño colateral emergió, pero que en la realidad es el alma misma de la aventura que entre ilusiones y buenas intenciones se quiso instrumentar. El ejercicio del poder condicionado a sí mismo, y como exclusiva e inexorable variable que niega toda otra posibilidad, se esgrime y se coloca por encima de lo que lucía el bien a tutelar: me refiero al proyecto moral de la revolución. El victimario, adicto al sitial, destino de todas las lisonjas, adulancias y alabanzas apuñaló toda moral revolucionaria y la República, por cierto, muy poco bolivariana, agoniza en sus manos.
Una centrifuga fue despojando al proceso venezolano, al chavismo, al madurismo, a los militares, de consciencia moral y de responsabilidad. Nada queda ni de la fantasía utópica ni de la convicción. Fríos, hieráticos, calculadores son, hoy en día, pisatarios en la patria a la que despojan de sus riquezas y de su vitalidad. El colapso nacional, tan evidente, lo desconocen aparentando una serenidad que, de ser cierta, veraz, auténtica sería, ante la amplitud del fracaso, una calamidad inconmensurable. Una enajenación ominosa, sórdida, vergonzosa. Una irreparable demostración de la peor patología, la torpeza como vocación.
Por las razones expuestas, infiero que el régimen de facto, con sus militares, sus paramilitares, sus asesores cubanos, rusos, chinos, iraníes, sirios tiene, sin embargo los días contados, transita una ineluctable cuenta regresiva, baja a gran velocidad por el tobogán del descrédito hacia el terraplén del desprestigio, la deslegitimación y la desbandada. No le veo posibilidades de supervivencia; se quedó sin salidas y sin entradas, se bate entre un ataque de autismo y un deliberado ejercicio de solipsismo. Perdió todo sentido comunitario, se enrareció, se bestializó, se deshumanizó.
El tirano duerme entre los pretorianos para sentirse seguro, aunque en realidad acepta mimetizándose, ser rehén de sus propios subordinados. La tiranía conoce entonces, una relación simbiótica con los hombres de armas, uniformados y rígidos, comparte el poder con ellos como asociados y depende completamente de ese disfraz que lo hace ver como otro más, pero que sabemos no lo es.
La ironía popular y el sarcasmo se unen para reír de sus ocurrencias y presentan una de ellas con una pregunta, una suerte de adivinanza quizá. ¿En qué se parece un militar a un diplomático? En que ninguno de los dos hace nada, responden, y ¿en qué se diferencian? En que ese nada, el militar lo hace más temprano. Se sienten ambos el tirano, el que aprieta y el que puede aflojar. El que dialoga, pero solo monológicamente.
Pienso en el sujeto que representa una manera de ser, más que un estilo, una formación para la vida. El poder lo ha mutado, lo ha cambiado para constituir en la paradoja, con la misma esencia, otro ente. Se mira en cada espejo, se viste y se desviste, se coloca sus condecoraciones, como Rafael Leónidas Trujillo; se proclama decidido a estar siempre, a no pasar, a no decaer, a no terminar. Se pretende de alguna forma iterable, es siempre el mismo y lo será siempre porque puede y sabe repetirse, renace en cada vigilia y se clona para cada ocasión.
El maestro Germán Carrera Damas incita a meditarlo y lo expresa como un completo desconocido al que algunos dicen haber visto, al fondo de los ojos y citado por (Dávila, 2011), expresa: “Hay una articulación secreta entre individuo, grupo y clase social que los historiadores apenas rozan”.
El tirano no soporta disensiones ni desencuentros. Está dispuesto a todo, dicen, pero tal vez no tanto. Lo rodean rumores y secretos. Lo peligroso consiste en que quiera ser leyenda. ¿Se inmolaría? No duerme mucho, come bastante, bebe y baila salsa casino esperando impresionar, pero siempre en su laberinto.
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