COLUMNISTA

Del rostro del venezolano en la actualidad

por Nelson Chitty La Roche Nelson Chitty La Roche

El yo, no es un ser que permanece siempre el mismo, sino el ser cuyo existir consiste en identificarse, en recobrar su identidad a través de todo lo que le acontece” E. Lévinas

¿Somos aún lo que fuimos o ya siendo lo que somos, dejamos de serlo? Apenas dos décadas y una generación quizá han pasado desde que sobrevino la catástrofe de las catástrofes y nos viene al espíritu una duda intensa sobre nuestra identidad como nación, y como entidad humana individual nos ayudaría traer a Kafka y aquel episodio de la metamorfosis.

Un drama de naturaleza ética tiene lugar en nuestro país, en nuestra sociedad, en la universidad, en el hospital, en el cuartel, en el tribunal, en la estación de policía, en la casa, en el compatriota que juega impertérrito a ser un zombie político en lugar de un ciudadano, en el joven que renuncia a su patria y apuesta a cualquier situación mas allá de su fallida temporalidad.

Tal vez en ese elemento obre el mayor daño que el chavismo inficionó en la persona moral nacional; introduciendo una variable frívola en la asunción del hombre medio que hoy en día descubre que su modo de vida, su modo de ser, lo postula como víctima y también victimario del crimen social y político que vivimos en el régimen deóntico que fraguó junto a un Estado populista, militarista, seudoconstitucional, ideologizado, anómico, tramposo y despótico.

Ya no somos los venezolanos que fuimos. El discurso oficial separa, segrega, divide y logró, me temo, cambiar el rostro del gentilicio. Ahora ya no somos hospitalarios, abiertos, jocosos y generosos. Somos huraños, desconfiados, medrosos, egoístas.

Hemos perdido en este trance sórdido que significa el Estado chavista, el sentido de la responsabilidad y me refiero, siendo que el vocablo polisémico como es tienta a interpretaciones variadas, a la conciencia de nuestra conducción de vida hacia nosotros mismos y hacia nuestro entorno social. Hoy estamos y asumimos como nunca nuestra soledad rodeados de otros que tienen en común con nosotros, esa soledad pesada y empalagosa. La nación anda en fuga forzada por la centrípeta de una crisis brutal, ruin, inclemente que como hemos muchas veces dicho y repetido recordando a Bertolt Brecht, el tiempo viejo no muere y el tiempo nuevo no nace

Ya no nos concierne el otro, ya lo vemos sin mirarlo. Si sufre, tiene hambre, come basura, muere de mengua es una realidad que no por cercana nos atañe, cada cual por si y Dios para todos se pudiera decir si no estuviera también comprometida nuestra creencia, pero, nada escapa a la turbulencia del espíritu que se tambalea no para caer sino para seguir absorbiendo emociones que no sabe dónde colocar en su humanidad.

Estamos llenos de frustraciones y escasos de sentimientos. Mi amigo y admirado filosofo José Rafael Herrera echó a andar una idea que se expresa en sus sesudos análisis como pobreza espiritual por cuanto, no solo de la carencia de pan se queja el compatriota, sino que se muestra frente a sí mismo y ante sus congéneres seco, escuálido, mísero de aquello que pudiéramos llamar productos del espíritu.

Se ha banalizado la arquitectura moral en la que vivíamos y los conceptos a los que hacíamos llamado para explicarnos nuestro devenir fenomenológico ya no ofrecen las asociaciones para responder a nuestra búsqueda. Nos vamos quedando lelos ante el momento existencial que compartimos. No tenemos el auxilio de la racionalidad por cuanto se descalifican los pivotes del lenguaje y perdemos entendimiento. Parte de la soledad consiste también en que no deseamos comunicarnos o no sabemos cómo hacerlo verdaderamente.

La gente se pregunta qué se hizo el coraje, la imaginación, el carácter que nos permitió figurar en la historia con mujeres y hombres admirados por sus ejecutorias y capaces de trascender. Hoy exhibimos no solo una clase dirigente extraída, destilada de la más absoluta mediocridad en todos los órdenes y en todos los campos, sino una insensible actitud hacia la inmoralidad del abandono de los valores colectivos y de la institucionalidad que tanto nos costó construir. Esta Venezuela no la defiende nadie de sí misma, pareciera debajo de una tonelada de perros muertos.

Recuerdo en los cursos de formación política en mis años juveniles, la insistente y enfática acentuación que se nos hacía en torno a la razón de la acción comunitaria, articulada en la responsabilidad que teníamos ante el más pobre, el más precario, de nuestros conciudadanos. La dignidad de la persona humana nos implicaba para servir un presupuesto conceptual desde el cual la política no podía tener una mejor motivación que el servicio, asumido además con necesario desprendimiento.

Se nos perdió el venezolano en este accidente que vivimos. Se eclipsó, se desfiguró, se confundió y cabe preguntarse si será capaz de superar el tour de forcé, como diría Toynbee, para sostener en el torbellino su esencia o le pasará como al cubano promedio que simula ser lo que antes fue, pero dejó hace tiempo de serlo.

Como el poeta Machado nos enseñó, el venezolano de este tiempo y en eso consiste el legado del difunto demagogo, está de regreso sin haber ido nunca y su extravío permite que el teatro de nuestra tragedia continúe.

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