COLUMNISTA

¡Dejen en paz las tumbas, las estatuas y los nombres de las calles!

por Carlos Alberto Montaner Carlos Alberto Montaner

Leo en Infobae que unos indios mapuches apearon de su pedestal un busto de José de San Martín en Argentina y lo lapidaron a ladrillazos hasta desfigurarle el rostro marmóreo. No era una inocente gamberrada, sino lo que hoy llamaríamos un crimen simbólico generado por el odio. Mientras apedreaban al Libertador de Argentina, Chile y Perú le gritaban, airados, no se sabe por qué, “colonizador, colonizador”.

En Estados Unidos, las estatuas del general Robert E. Lee han sido objeto de una gran controversia por los intentos de derribarlas. Lee fue un ingeniero militar que dirigió el Ejército Confederado sureño durante la Guerra Civil (1861-1865), héroe condecorado por sus previas acciones en la guerra mexicana, a la que acudió junto a Ulysses Grant, otro galardonado, que luego comandara los ejércitos yanquis por designación de Abraham Lincoln.

Acusan a Lee de esclavista, que lo fue, pero pequeño, como la mayor parte de los sureños blancos en el siglo XIX, aunque sus enemigos admiten que se trataba de un general competente y de un patriota austero y laborioso que ni siquiera estaba de acuerdo con la secesión de los estados rebeldes.

En el parque central de Nueva York hay una estatua de Colón que peligra. Un par de policías la custodian y protegen del rencor étnico. Han amenazado con volarla. Hay indígenas que no le perdonan a D. Cristóbal su hallazgo del continente americano. Les molesta, especialmente, el concepto eurocéntrico del “Descubrimiento”. Y hay latinoamericanos ácidamente indignados contra el (presunto) genovés por lo que “nos hizo” junto a un puñado de españoles audaces hace más de 500 años.

Pero en España, además de víctimas del revisionismo histórico, son también victimarios. En el país hay un intenso esfuerzo de erradicar de los callejeros el nombre de militares franquistas que ganaron la Guerra Civil (1936-1939), mientras algunos, en serio, se proponen expulsar el cadáver del generalísimo Francisco Franco del Valle de los Caídos, donde está enterrado bajo una lápida gigantesca que señala sus 40 años al frente del Estado español.

El presidente boliviano René Barrientos Ortuño, con la aliviada simpatía de casi todo el país, ante la imposibilidad legal de celebrarle un juicio al Che Guevara y fusilarlo al amanecer por acudir al país a matar soldaditos, dado que el código penal no autorizaba la pena de muerte, dio la orden extrajudicial de que lo liquidaran. Craso error y craso crimen. Hubiera sido mucho mejor entregarle el prisionero a Estados Unidos, como pidió reiterada e inútilmente la CIA por medio de su agente Félix Ismael Rodríguez.

Pero eso ocurrió hace medio siglo, precisamente en octubre de 1967. Evo Morales, quien, en una de sus hilarantes “evadas”, denunció, muy preocupado, que su país había sufrido los ataques arteros del Imperio Romano, acaba de reivindicar la figura del Che y rendirle homenaje al argentino asesinado a balazos tras ser capturado en combate tras su miniinvasión a Bolivia.

Recuerdo una simpática crónica, creo que de Alfonso Ussía, de hace unos 30 años, cuando comenzaron a quitar los nombres de los oficiales franquistas de las calles, implorando que no hicieran esa barbaridad para no enloquecer a los carteros y a los taxistas. Proponía, en cambio, que les agregaran adjetivos calificativos a la nomenclatura callejera. Por ejemplo: General Emilio Mola “el bueno”, o “el malo”, dependiendo del humor de la época, pero que no le arrebataran el sustantivo con el que han conocido a la dichosa vía durante mucho tiempo porque era una manera insensata de crear una gran confusión urbana.

Tenía razón. Cada generación posee el derecho de revisar la historia, pero no de hacer tabla rasa de los juicios de valor anteriores. Lo preferible es que dejen las estatuas, las tumbas y los nombres de las calles tranquilos, y que agreguen unas nuevas estatuas, tumbas y nombres contrarios a los viejos, porque la historia es exactamente así, poliédrica, y no tiene sentido someterla a los vaivenes de los tiempos.

Ya se sabe que Napoleón era el adorado y genial emperador, o el cruel enano corso que destruyó a su país con aventuras insensatas, dependiendo de quien examinara su expediente, pero es absurdo reescribir lo que ocurrió, entre otras razones porque depende de la perspectiva del observador. Ya usted conoce la gastada estrofa de Campoamor sobre el color del cristal con que se mira. Don Ramón acertó.