Nunca he entendido el gusto del venezolano –¿y el iberoamericano en general?– por el ruido. No hay fin de semana en que algún vecino no deje de poner música a todo volumen, o pegue gritos y ¡cuidado si no es cualquier día de la semana! Y si osas reclamarle, puedes hasta terminar muerto.
El uso de la corneta al manejar es casi permanente, lo extraño es no usarla por cualquier motivo fútil. En muchos sitios que llaman al sosiego como montañas o playas, siempre se aparece un grupo que trae música o simplemente tiene una rochela con risas destempladas. “Es que somos alegres”, te dicen con descaro. Me pregunto si nuestros problemas como sociedad (tendencia al caos y el irrespeto al otro, apoyos a los hombres fuertes e improductividad; por solo nombrar algunos) estarán relacionados con nuestra incapacidad para apreciar y vivir el silencio. Porque la paz que este genera nos lleva a la concentración, la disciplina, la introspección y al anhelo de mejorar como personas. El cultivo del alma requiere el silencio, de eso no me cabe la menor duda.
En estos tiempos de Adviento, que comienzan el domingo, dedicaré mis escritos a la defensa de los hábitos que permiten una vida espiritual y contemplativa, de una vida más humana y menos estresante, empezando hoy por una modesta meditación sobre la importancia del silencio. Las memorias de mi infancia están llenas de felices momentos, siendo uno de ellos el silencio de la mañana de Navidad (junto con el de los días posteriores). Es muy probable que este hecho sea una de las principales razones por las cuales me gustan tanto los tiempos decembrinos.
Aunque seguramente la valoración del silencio se inició con mi pasión por la lectura y la escritura siendo la primera a los 12 años aproximadamente y la segunda a finales de mi adolescencia. Pero la misma se ha fortalecido con los años, en especial cuando hace casi dos décadas comenzó formalmente mi carrera como profesor, y el período de clases de septiembre a noviembre siempre me parecieron los más agobiantes. De modo que el anhelo de las vacaciones navideñas se vuelve casi un desespero. En noviembre comienzo a soñar con la paz para leer y escribir sin el molesto ruido, y la angustia de preparar clases y corregir exámenes.
Hay personas que pueden concentrarse en medio de un gran barullo, pero creo que son los menos. Estudiar, leer, pensar, meditar, observar lo que nos rodea con gran atención, evaluar nuestras acciones y trabajo buscando su mejora, todo ello requiere la paz del silencio. El ruido distrae, dispersa y por ello dejamos de ver lo importante.
Es por esto que la mayoría de las tradiciones espirituales de las grandes religiones valoran el silencio. En este te comunicas con tu alma y con Dios, “mirando” tu conducta con mayor atención y planeando los nuevos pasos con más inteligencia. Navidad sin momentos de silencio nos alejaría de ver su real esencia, una vida en medio del permanente ruido nos impediría escuchar todo lo que esta nos ofrece.
Mis amigos y familiares dispersos por el mundo me han hablado del respeto del silencio que tienen en los países desarrollados. Yo mismo lo viví en España, admirándome de cómo en la zona más céntrica de una ciudad nadie tocaba corneta y había una relativa paz, por lo que de inmediato comparé con lo que sería una congestionada avenida de Caracas donde lo que provoca es salir corriendo por el agobio que genera el escándalo de bocinas y gritos. No dudo que esas naciones progresen por este hecho, entre otros.
El silencio te aleja del estrés y la angustia, pero pensemos que en esos lugares sea inevitable que haya algo de ruido en el caso de nuestro país, mi pregunta es la siguiente: ¿por qué las mayorías en Venezuela cuando tienen la clara oportunidad de vivir el silencio lo matan de inmediato? ¿Por qué la cháchara y verborrea sin parar? Y ahora con las redes sociales gracias a nuestras computadoras y celulares, y desde hace años con la TV y la radio, nos hemos inventado nuevas excusas para vivir en la estridencia del exceso de información y el creer que debemos hablar de todo.
Llegarán esos días de las fiestas y quiero hacer un gran ayuno de “feisbuk” y de todas las redes. Abandonar el celular, pero también las palabras que estén de más ¡que son la mayoría! e incluso las de mi mente con sus permanentes preocupaciones en la Venezuela del desastre que hoy padecemos. Solamente quiero escuchar la naturaleza, y en ella a Dios. Desde que armé el árbol de Navidad y el pesebre me he propuesto pasar todos los días un rato en su contemplación. Siempre en silencio. Ojalá mis connacionales me lo permitan, y espero que algún día aprendamos a valorar los dones ilimitados de callarnos un rato.
La próxima semana hablaremos de la soledad, la siguiente de la vida sencilla, para finalizar con la contemplación en la acción.
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