El mundo occidental es víctima de un inmediatismo conductual que es indigno de su cultura milenaria. Ahora intoxicado por el narcisismo digital, dejado atrás, sin opciones, los debates entre la razón y la fe que le ayudan al parto del Estado moderno y alcanzan, no sin actos de barbarie suma o por padecerlos, un orden internacional que logra mirarse en la dignidad de la persona humana.
Al desafiar el hombre contemporáneo su naturaleza, al crear vida por sí solo, en tubos de ensayo, ha dejado de ser la vida para él un precioso don. Ha cambiado su relación antropológica. Ha optado por verse como cosa, de suyo prescindible.
El debate entre Jürgen Habermas y Joseph Ratzinger tenido en 2004 es revelador al respecto. “El hombre ha logrado descender así a las cisternas del poder, a los lugares fontanales de su propia existencia”, dice Benedicto XVI. De allí, justamente, nuestro ingreso a la civilización del descarte, la del hombre como basura o material de desecho, y, ¿por qué no?, a la de la construcción del hombre adecuado, del hombre nuevo reclamado por el Che Guevara y Hugo Chávez.
Occidente jamás se preparó para esta ruptura epistemológica. O se quedó sin respuestas, sin encontrar un punto de equilibrio innovador en el ámbito de lo político y cultural, que le diese alientos sin solución de continuidad.
El anuncio profético del Génesis le permitía organizar nuestras realidades a tiempo y asumir el desafío de lo actual. Le ha sorprendido y nos obliga a la negación, al escape mediante la fabricación de culpables, mientras esperamos otro mesías, laico y neutral.
Así, por tal vía nos hemos quedado huérfanos y la agonía del Occidente, su desaparición como faro en el horizonte para nuestros pueblos, es obra nuestra y no ajena: “De todos los árboles del paraíso puedes comer, pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas, porque el día que de él comieres, ciertamente morirás”, dice el Libro de los libros.
Ante la prédica dominante del relativismo y del todo vale, de lo políticamente correcto, de la neosecularización como desvalor de lo humano, del dejar que a la aldea planetaria la muevan las fuerzas inerciales del universo, el Viejo Mundo opta por la inmovilidad, salvo para expresar malestar o vergüenza con lo que es, con su tradición cultural, la cristiana. Hablar de la familia y de raíces espirituales, dentro de patrias de campanario, le resulta ofensivo de la tolerancia. Deja de ser para que otros sean.
Entre tanto, nosotros, en el Nuevo Mundo o en el Mundo Nuevo, que no lo es tanto, optamos por el regreso a la caverna. Solo palpamos al vecino o miramos su sombra. Con aquel y esta nos agriamos a diario, les acusamos de cualquier disonancia o altisonancia que afecta nuestro confort o desafía nuestra comprensión imaginaria del entorno. La luz a nuestras espaldas nos mantiene en la oscuridad. La luz directa nos encandila o enajena, como en una sesión de torturas dentro del Sebin venezolano.
En 1992, luego de la asonada militar bolivariana del 4 de febrero y antes de ocurrir la del 27 de noviembre, escribo (véase mi ensayo, El nuevo orden mundial y las tendencias direccionales del presente) acerca del fundamentalismo aparecido en el seno de nuestras Fuerzas Armadas y el inédito comportamiento de las autoridades civiles, encabezadas por Carlos Andrés Pérez, quienes conservando el monopolio del poder sorprenden “con la temprana liberación o el sobreseimiento de la mayoría de los alzados”.
Reseño las iguales manifestaciones fundamentalistas que ocurren en Europa al mismo tiempo y en el marco de esas fuerzas impersonales de la historia que “empujan las cosas hacia ciertas consecuencias sin ayuda de motivos locales, temporales o accidentales”.
El informe del Club de Roma da cuenta de lo anterior. Los observadores advertimos la resurrección de nacionalismos y conflictos ocultos tras la bipolaridad internacional agotada. A propósito destaco yo la urgencia venezolana de salir del nido, y eso lo entienden a cabalidad y desde sus perspectivas distintas tanto Pérez –lector de mi ensayo, con el que prepara su discurso ante la Unesco– como Rafael Caldera.
El sostenimiento de los principios democráticos exigía no solo de cambios económicos, sino, y por sobre todo, de reformas constitucionales y de base, articuladas a las realidades distintas y en ebullición, al objeto de impedir que, ante el vacío y por efecto del tránsito histórico planteado entonces, se diese una coincidencia entre las expectativas del entorno social disuelto y la violencia militar de espíritu radical en curso.
Por lo visto, pasadas casi tres décadas, seguimos en mora y permanecemos encunetados. Nos resulta más cómodo complacernos con el desahogo cotidiano, creer que sufrimos un mero traspiés obra de la maldad, que cabe prepararse para reemprender la tarea dejada atrás en 1989 o en 1999. Y por lo pronto lanzamos rayos y centellas. Los de la izquierda denunciamos a los ultraderechistas –a Trump y a Bolsonaro o a Macri o a Duque– y las víctimas de la inseguridad reinante maldecimos a los fascistas de la izquierda criminal Odebrecht, en su mayoría encarcelados o en espera de turnos.
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