He decidido, como parte de la serie Debates latinos, dedicada a los países de nuestra América Latina, detenerme en el candente asunto del fenómeno de las migraciones masivas, en particular, la que se origina en el llamado Triángulo Norte de Centroamérica, que engloba a Guatemala, Honduras y El Salvador. Una palabra puede sugerir al lector la gravedad de lo que ocurre: no se trata de ciudadanos que migran, sino que escapan.
Quien haya seguido las noticias del último trimestre de 2018, por ejemplo, lo recordará con tristeza: historias de madres y padres que, con bebés en los brazos, realizan caminatas 2.000, 3.000 y hasta 4.000 kilómetros para huir de las terribles condiciones en que viven. A lo largo de la ruta apenas se alimentan, duermen en el piso, se exponen a las intemperancias del clima. Toman riesgos que solo la desesperación autoriza: cruzan ilegalmente las fronteras, atraviesan ríos caudalosos sin protección alguna y, lo peor, son asaltados, secuestrados y asesinados. En el caso de niñas y niños que viajan sin sus padres –imagine el lector la experiencia que debe ser que un pequeño de 8, 9 o 10 años de edad, tome el camino en compañía de adultos a los que no conoce–, con perversa frecuencia, son violados o desaparecen. De acuerdo con un comunicado de la Unicef México, solo en 2015 se registraron 35.000 menores de edad no acompañados que salieron de los países del Triángulo Norte hacia México o Estados Unidos. Solo entre 2013 y 2017, las autoridades de Estados Unidos reportaron la detención de 180.000 menores –léase bien, 180.000 menores–, que viajaban sin la compañía de adultos.
Leo en el Atlas de la migración en los países del norte de Centroamérica, publicado por Cepal y FAO en diciembre de 2018, que entre 2000 y 2010, el número de latinoamericanos que vive fuera de su lugar de nacimiento, aumentó 32%. En el caso de Centroamérica, este indicador aumenta a 35%. Cuando se focaliza en los 3 países del Triángulo Norte, la cifra salta a 59%. Y, cuando se refiere específicamente a Honduras, se dispara a 94%.
Bajo la categoría de migración se agrupa una serie de fenómenos, diferenciados y complejos. Las caravanas organizadas son solo uno de ellos. Están las organizaciones, integradas por “coyotes”, que se lucran por cruzar a migrantes ilegales. Los coyotes, a su vez, pagan a las bandas, en su mayoría de narcotraficantes, por permitirles ejercer su negocio. Además del caso ya mencionado de los niños que viajan sin acompañantes, están los que emprenden el camino para lograr la reunificación familiar, las familias que viajan en bloque, los migrantes en condición de tránsito (por ejemplo, los que atraviesan México en su ruta a Estados Unidos), los que son detenidos y deportados a sus países, los que hacen el camino inverso y retornan a sus países –muchas veces corriendo peligros semejantes a los vividos en el viaje de ida–, los que son víctimas de la violencia legal y policial, los que son sometidos por las políticas antiinmigración de la administración Trump, quienes huyen y son perseguidos por delincuentes de sus países de origen, y muchos más casos que incluyen vergonzosos capítulos de racismo y xenofobia. La migración es, cada vez más, un conjunto muy complejo de tipologías, que difícilmente puede atenderse con medidas generales o, peor aún, con meras prohibiciones.
Los múltiples estudios que existen sobre este fenómeno –tendencia sustantiva de este primer trecho del siglo XXI– son coincidentes en las causas que explican la decisión de migrar. Las personas se sienten “expulsadas” del lugar donde viven. Son diversas las variables que intervienen. No es posible aproximarse a la comprensión si no se entiende que la misma es el resultado de una acumulación de factores. En términos generales, dos fuerzas actúan como detonantes: la combinación de violencia y la falta de oportunidades de trabajo. Cuando la vida está en peligro, sea por amenazas dentro o fuera del hogar –como ocurre con la proliferación de pandillas en los tres países–, y esto coincide con la imposibilidad de encontrar empleo o un ingreso regular, los jefes de familia y los jóvenes emprenden un viaje cargado de incertidumbre y peligros.
Pero estos dos factores, a su vez, están inscritos en un conjunto mayor de cosas: Estados que carecen de la capacidad para proteger la vida, la integridad física y los bienes de los ciudadanos; instituciones políticas, judiciales y otras, carcomidas por la corrupción; sistemas educativos, en particular los oficiales, de baja calidad y minados por las carencias de infraestructura, tecnología, dotación y seguridad para alumnos y docentes; organismos de salud precarios e insuficientes; falta de servicios públicos, de oportunidades económicas, de vialidad mínima, de redes de transporte y de tantas otras cosas, cuyo listado resultaría siempre largo e incompleto.
A este marco de pobreza generalizada y de casi nulas expectativas de que las cosas cambien, se suman, de forma cada vez más intensa, las consecuencias del cambio climático. En los 3 países la pobreza predomina. En Guatemala y Honduras los índices de pobreza son escandalosos, de 68% a 74% respectivamente. Cuando se trata de pobreza rural, las cifras se disparan a 77% y 82%, de acuerdo al citado informe de Cepal/FAO. En El Salvador, la pobreza rural alcanza a 49% de sus habitantes.
No me referiré aquí al factor incontrolable de los terremotos que, en sus momentos, han causado tal devastación que poblaciones enteras han debido abandonar sus hogares y sus formas de vida. Huracanes, inundaciones y sequías, en cambio, son frutos netos del cambio climático. ¿Por qué un alto porcentaje de quienes emigran son personas que abandonan los campos para intentar una vida en otro lugar? Porque los ciclos históricos de verano e invierno han sido superados por ciclos de aguas destructivas y sequías que reducen la productividad de forma extrema. Por ejemplo, el dato de la caída de producción del maíz lo deja claro: en 2015, entre 60% y 70% de los cultivos se perdieron. Eso significa que de los 10,5 millones de personas que viven en la región de los bosques tropicales, unas 3,5, aproximadamente, necesitan asistencia humanitaria por estar ante la realidad de no tener con qué alimentarse.
Una somera revisión de las cifras de los migrantes en tránsito (es decir, los que partieron desde los 3 países hacia el norte, México o Estados Unidos), entre 2005 y 2015, permite visualizar el carácter masivo de las mismas: 438.000 en 2005, 365.000 en 2006, 257.000 en 2007, 194.000 en 2008, 173.000 en 2009, 170.000 en 2010, 170.000 en 2010, 150.000 en 2011, 209.000 en 2012, 250.000 en 2013, 395.000 en 2014 y 417.000 en 2015. La curva muestra que, luego de unos años de declive, entre 2005 y 2011, a partir del 2012 la tendencia asciende como producto del empeoramiento de las realidades y expectativas en los 3 países. Entre los años 2009 y 2017, la cantidad de migrantes del Triángulo Norte de Centroamérica creció 35%.
Migran no solo por los factores mencionados en los párrafos anteriores. Y es que, a pesar de las dificultades que los migrantes encuentran en los países a los que se marchan –en este caso, México y Estados Unidos, de modo predominante–, las remesas tienen un papel fundamental en la economía de sus respectivos países. En el año 2016, Honduras recibió 3,8 millardos de dólares. Guatemala 7,4 millardos de dólares. El Salvador 4,6 millardos de dólares. Estos montos representan, nada menos que 20% del PIB de Honduras, 17% de El Salvador y 10% de Guatemala. El fundamental estudio de Canales y Rojas (2018) informa que 70% de la población económicamente activa de los 3 países en Estados Unidos tiene un empleo, aunque predominen los de baja calificación.
Frente a estas realidades, la Organización de Naciones Unidas está impulsando el Pacto Mundial para la Migración Segura, Ordenada y Regular, cuyo primer borrador, fundamentado en 3 principios y 23 objetivos, se dio a conocer en julio de 2018. Por fortuna, en diciembre se presentó el documento para que el mismo sea suscrito por los Estados miembros. Entendimiento común, responsabilidad compartida y unidad de propósito, tales son los principios que regirán el acuerdo que debería tener estatuto mundial.
Los 23 objetivos, que todo ciudadano del mundo debería conocer, se refieren a las 4 fases del proceso: origen, tránsito, destino y retorno. En lo esencial, implica atenuar y erradicar las causas que impulsan a migrar: son un ambicioso conjunto de desafíos sociales, económicos, institucionales, ambientales y de seguridad. Desde una visión amplia de la cuestión, se trata de una exigencia de nuestro tiempo, que compromete a los países desarrollados, pero también a los países pobres, desde donde parten los migrantes. En los artículos previos que he dedicado a la situación de los 3 Estados, he insistido en destacar la responsabilidad que tienen los poderes públicos y los gobernantes actuales. El Triángulo Norte de Centroamérica no puede seguir sufriendo los avatares de la pobreza. No puede seguir perdiendo a sus jóvenes y jefes de familia. No puede continuar viendo, impotente, cómo mueren o desaparecen sus hijos en manos de los delincuentes que los acechan en los caminos.