México vive hoy un punto de inflexión. Luego de dos intentos fallidos, Andrés Manuel López Obrador (AMLO, por la sigla que componen las iniciales de su nombre completo) obtuvo un poderoso triunfo electoral el 1 de julio de 2018: se alzó con 53% de los votos, más de 30 puntos por encima de su rival. Además, ganó 19 gobernaciones, logró la mayoría en el Congreso de la Unión (el Poder Legislativo) y triunfó en la capital. Todo ello en un proceso electoral con un alto nivel de participación: 63%. En síntesis, un éxito indiscutible.
Más allá de la contundente victoria, es la primera vez, desde los tiempos de la hegemonía del PRI y la breve alternancia con el PAN, que un tercer partido logra, además de la Presidencia, el control mayoritario del Congreso y las gobernaciones de Estado. El PAN logró sentar a dos de sus abanderados en el Silla del Águila (Vicente Fox y Felipe Calderón), pero incluso entonces el poder del PRI, que regresó a la Presidencia con Peña Nieto, seguía definiendo muchas cosas y el surgimiento del PRD evitaba otra hegemonía partidista.
Recién el 1 de diciembre pasado, cinco meses después de su elección, López Obrador tomó posesión del cargo. A todo lo largo de 2018, en cuanto fue evidente que resultaría ganador, los analistas intentaron contestar a la pregunta de quién es él y qué cabe esperar de su gobierno. Hay quienes lo han comparado con Trump, Chávez o Daniel Ortega. “Es izquierdista y nacionalista”, aducen. Otros han puesto foco en su carácter autoritario y también le han acusado de ser populista, señalamiento contra el que reaccionó.
Pero ninguna de estas etiquetas parece cuadrar con el perfil de López Obrador. Quienes conocen su gestión como jefe de Gobierno del Distrito Federal, entre diciembre de 2000 y julio de 2005, recuerdan a un administrador cauteloso y pragmático, inseparable de cierta retórica, donde los pobres ocupaban un lugar preponderante. El político ideologizado, que ha declarado su admiración por Fidel Castro es, al mismo tiempo, promotor de la austeridad y guardián celoso de los presupuestos; y tanto él como su sucesor en el gobierno del DF (su canciller, Marcelo Ebrard) supieron mantener una relación, si bien a ratos tensa, de colaboración con el sector empresarial. Por tanto, más que encasillarle en comparaciones desajustadas, es preciso detectar la especificidad de López Obrador para prefigurar el destino de México.
Más allá de las etiquetas y consignas electorales, el ascenso de AMLO al poder, con la inmensa mayoría institucional alcanzada por su partido, representa la incógnita sobre si estamos ante el retorno a una nueva hegemonía. Durante las casi ocho décadas de supremacía del PRI y los tres gobiernos siguientes, no se había reeditado un gobierno con una retórica nacionalista, populista y de abierta vocación intervencionista de la economía como la de Lázaro Cárdenas, quien culminó su gobierno en 1940, y luego, en la década de los setenta, López Portillo (1976-1982).
Debe recordarse que México ocupa un gran territorio, de casi 2 millones de kilómetros cuadrados, y que comparte más de 3.155 kilómetros de frontera con Estados Unidos. Habitado por más de 130 millones de personas, de las cuales alrededor de 44% –según cifras aportadas por el nuevo gobierno– vive en situación de pobreza. Además de ser la segunda economía de América Latina, después de Brasil, posee la industria más poderosa del continente y es el que más turistas recibe. Y un dato indispensable: más de 33 millones de ciudadanos de origen mexicano viven en Estados Unidos.
Tan grande como las ventajas son los problemas a los que López Obrador deberá hacer frente. Dos de ellos están profundamente asociados: la corrupción, masiva y arraigada en la política y el ejercicio del poder, y la violencia que atraviesa axialmente la sociedad. Basta con anotar que el Instituto Nacional de Estadísticas ha señalado que 85 personas, en promedio, son asesinadas cada día. México encabeza los rankings de masacres y de periodistas asesinados. Entre la corrupción y las prácticas homicidas, el narcotráfico es el vaso comunicante y el factor decisivo. El balance periodístico de 2018 destacó la ferocidad con que se cometen los crímenes, así como los estrechos vínculos entre el crimen organizado y una parte de los funcionarios policiales.
A estas gravísimas cuestiones es necesario añadir otra. La primera de ellas, la compleja relación de México con Estados Unidos. Se ha repetido, a propósito de las discusiones sobre la renegociación ya suscrita con la administración Trump del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, TLCAN, ahora rebautizado Tratado de Comercio USMCA, que 80% de las exportaciones mexicanas tienen como destino a Estados Unidos. Y, en sentido inverso, 47% de sus importaciones provienen del vecino del norte. México es, de hecho, el segundo receptor de exportaciones de Estados Unidos –después de Canadá y por encima de China, con un volumen de 243.000 millones de dólares–; y es el segundo proveedor de importaciones de Estados Unidos –después de China y por encima de Canadá, con un volumen de 317.000 millones de dólares–. Y, más allá del comercio, las remesas provenientes de Estados Unidos representan alrededor de 2,7% del PIB mexicano: 33.000 millones de dólares, lo cual representa, por ejemplo, más que las exportaciones petroleras de Venezuela en este momento y más del doble de las exportaciones de varios países latinoamericanos.
La inversión directa estadounidense en México monta a 110.000 millones de dólares y, a la inversa, la mexicana en Estados Unidos alcanza los 18.000 millones, incluidas “multilatinas” mexicanas, que tienen las primeras participaciones de mercado en sectores industriales o de alimentos. Hay, por tanto, vínculos históricos, demográficos y económicos, fundamentales y cotidianos entre los dos países. Lo quieran o no los xenófobos, un tramo importante de la zona suroeste y la costa oeste de Estados Unidos está impregnado de la cultura mexicana, a la cual perteneció una inmensa porción del actual territorio estadounidense por buena parte de su historia. Si el mercado de Estados Unidos constituye las “grandes ligas” a la que todos, incluida China, quieren tener acceso, México es, sin duda, un campeón global en esas lides, del que Estados Unidos difícilmente puede prescindir en las cadenas de interdependencia y alianza estratégica que definen su economía. De hecho, esta poderosa alianza en las últimas dos décadas ha detenido el crecimiento y revertido la tendencia de migración de trabajadores indocumentados desde México a Estados Unidos, incluso por un tiempo, han sido más los mexicanos que regresan a su país que los que ingresan también indocumentados, según los estudios del prestigioso PEW Center de Washington DC.
A este entramado viene a sumarse la política antiinmigración de Trump. Y, como factor de coyuntura, las cinco caravanas, que suman alrededor de diez mil viajeros, provenientes de igual número países, principalmente de Honduras, cuyo objetivo es entrar a Estados Unidos. México les ha permitido ingresar a su territorio por la frontera con Guatemala y les ha prestado cierto apoyo, mientras en los países involucrados, no solo en Estados Unidos, hay visiones enfrentadas sobre cómo actuar. La prensa mundial ha observado que, en Guatemala, El Salvador, Costa Rica y hasta Nicaragua, cientos de miles los ciudadanos ven la posibilidad de sumarse a las próximas caravanas para escapar a las bandas de delincuentes, a la pobreza irremediable y, en suma, a unas economías que no ofrecen perspectivas de progreso. López Obrador ha anunciado que creará un programa para otorgar visas de trabajo a los migrantes centroamericanos. También ha instado a Estados Unidos a invertir en esos países para crear fuentes de trabajo que contribuyan a la solución del problema en su raíz. Que el nuevo mandatario no está desprovisto de inteligencia política lo demuestra el hecho de que, ante la insistencia de Trump con la construcción del muro, igual que su predecesor, el presidente Peña Nieto, AMLO no responde ni a los tuits ni a las declaraciones de su colega norteamericano.
A estos titánicos desafíos, y las oportunidades que conllevan, podrían sumarse la caída de la producción petrolera, que se intentó revertir el sexenio pasado con una política de apertura al sector privado que sigue siendo otra de las incógnitas que presenta el ascenso de AMLO, y las crecientes denuncias sobre el deterioro de la octogenaria Pemex, empresa petrolera de México; los múltiples reclamos de las comunidades indígenas; las cada vez más sonoras acusaciones relativas a la destrucción del medio ambiente; las promesas y expectativas que la propia campaña de López Obrador generó en los sectores más pobres, y muchos otros.
López Obrador se ha presentado nada menos que como el líder de la cuarta revolución en la historia de México. La primera habría sido la Independencia; la segunda, las reformas liberales del XIX; la tercera, la sangrienta Revolución Mexicana, que cobró las vidas de entre 2 millones y 3 millones de personas; y la cuarta tendría como destino la “transformación radical” de México. Hay en su discurso una fuerte corriente mesiánica que atiza los temores de muchos.
Que López Obrador sigue siendo un enigma, lo revelan sus primeras acciones. No fue el mesiánico, que históricamente había denunciado el TLCAN –NAFTA por sus siglas en inglés–, sino el pragmático el que participó directamente en el equipo que trabajó en su ratificación. Ese pragmático escogió ministros con un alto perfil técnico y diplomáticos de carrera en embajadas y organismos multilaterales. También ha prometido acabar con la impunidad de los funcionarios públicos, que es un clamor en todo el país.
Entre los muchos anuncios en su largo discurso de toma de posesión, el 1 de diciembre, vale destacar algunos elementos. Sorpresivamente, anunció una política de borrón y cuenta nueva con la corrupción. Su argumento no es de un justiciero sino de un puro pragmático: si se pretendiese enjuiciar a todos los corruptos, no habría ni sistema judicial ni cárceles suficientes. Su enfoque supone que la lucha anticorrupción no será retroactiva, sino de aquí en adelante. También estableció que seguir la ruta del dinero de la droga es más importante que perseguir a los capos, lo que se ha entendido como un paso hacia un posible programa de pacificación. Sin embargo, aunque muchas veces fue crítico de las estrategias contra el narcotráfico y declaró que las fuerzas militares debían ser retiradas de las calles (repitió que los balazos no se debían combatir con más balazos), anunció la creación de una fuerza militar/policial, integrada por 50.000 funcionarios, que le reportarán directamente. Su mensaje a las fuerzas armadas de México estuvo cargado de ambigüedad: dijo que pedía ayuda, que debía esperar la aprobación del Congreso, pero que, de ser necesario, haría una consulta a los ciudadanos… En otras palabras, pareciera que tarde o temprano impondrá su criterio de militarizar el país para responder al narcotráfico y a la inseguridad ciudadana.
En cinco semanas de gobierno, López Obrador ha hecho anuncios de gran repercusión y puso en marcha una política de reactivación de la industria petrolera, imprescindible para la recuperación económica del país. En 2012, los ingresos de la industria petrolera representaban 40% del PIB, mientras que en 2017 apenas llegaron a 17%. López Obrador protagonizó el inicio de la construcción de la refinería de Dos Bocas, en Tabasco, y declaró que inyectará más de 3.700 millones de dólares para incrementar la producción. Lo sorprendente, y todavía sin detalles por tanto difícilmente explicable, es que se propone lograrlo sin aumentar la deuda, ni subir los impuestos ni tampoco aumentar el precio de los combustibles. Confía en que la reducción de los gastos y el drástico descenso de la corrupción proveerán los recursos.
La importancia del decreto que aumentó los salarios 16,21%, a partir del pasado 1 de enero, es económica y política. Además de potenciar la capacidad de consumo, López Obrador se anotó un tanto: sumó el apoyo de sindicatos y empresarios a la medida. También decretó un imaginativo plan económico para toda la franja fronteriza con Estados Unidos, donde duplicó el aumento de salario, redujo el IVA de 16% a 8% y se comprometió a moderar la carga del ISLR de 30% a 20%.
Pero, junto a los mensajes positivos también ha habido otros, inquietantes. Apeló a unas consultas populares, irrelevantes en términos de participación y no supervisadas por el Instituto Nacional Electoral, para fundamentar su decisión de cancelar la construcción del nuevo aeropuerto de Ciudad de México y aprobar una ruta ferroviaria que unirá la zona sur del país con el Golfo de México. Este uso arbitrario, irregular y unilateral del recurso de la consulta directa, ha encendido las alarmas de empresarios, opositores políticos, analistas, medios de comunicación y ONG defensoras de los derechos humanos, que ven en estos métodos la nítida imagen del gobernante autoritario, negado a un diálogo genuino.
Esto no es aislado. Una serie de hechos comienzan a abultar el expediente antidemocrático de López Obrador, quien ha prohibido las críticas en el seno de su partido. Ha mostrado intolerancia y pronta descalificación hacia quienes se le oponen. Ha anunciado su interés de hacerse con los servicios médicos que Cuba ha venido suministrando a Venezuela, Brasil y Nicaragua, lo que equivale a tender un auxilio financiero al régimen cubano. Ha mostrado fuerte tendencia a establecer una lógica de amigo-enemigo en sus análisis de la realidad. Y no ha ocultado su intención de establecer vínculos con el pueblo sin mediación de las instituciones al determinar que el reparto de ayudas a las familias pobres se haga directamente desde la Presidencia. Una reedición de las prácticas del fallecido Hugo Chávez Frías, quien en su momento, por cierto, pronunció una frase reeditada por López Obrador: “Yo ya no soy yo. Ya no me pertenezco”. Una evocación, cuando menos, preocupante.
La promesa de reedición de los héroes de su país es alarmante en la voz de un hombre que se ha comprometido a transformar su país a lo largo del sexenio 2018 a 2024. Lo que ocurra en México tendrá consecuencias hacia la política migratoria y comercial de Trump, hacia Centroamérica, de forma muy especial hacia el llamado “triángulo norte”, conformado por Guatemala, Honduras y El Salvador; y también podría incidir en la balanza, allí donde varios países del continente presionan para que Nicaragua y Venezuela salgan del camino de destrucción en que se encuentran atrapados. La política exterior de AMLO parece regresara la doctrina Estrada, que desde 1930 –con la excepción de los últimos años–, establece que México no emite valoración ni juicio sobre los asuntos internos de otros países.
AMLO es, en síntesis, una incógnita. Un enigma que no puede despacharse con fórmulas fáciles ni con parecidos a otros líderes, por muchos indicios que ofrezca. Es un acertijo que tiene de contraparte a otro atípico, como es Donald Trump. Hasta ahora, y pese a las provocaciones, luego de superado un fuerte impasse comercial, la relación entre ambos líderes sigue sin traumas. Ojalá continúe en ese riel. Hacia Latinoamérica es indudable que tendremos un gobierno neutral, pero con simpatías capaces de oxigenar al régimen cubano y, con su neutralidad, dar licencia al autoritarismo venezolano y nicaragüense. Aunque, quizás por ello pueda hacer de bisagra en la articulación de diálogos que abonen a cambios en estos países. Son muchas las incógnitas, pero ello no cambia el peso de México en el hemisferio. La política exterior de Estados Unidos así debe valorarlo, más allá de la retórica y la agenda en torno al asunto migratorio que, desde luego, también exige una profunda revisión y la mayor cooperación entre ambas naciones.
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