COLUMNISTA

Debates latinos: América Latina, el Caribe y la Agenda 2030

por Leopoldo Martínez Nucete Leopoldo Martínez Nucete

Hago un paréntesis en la revisión país por país, que es el objetivo de la serie Debates latinos, para hablar de desarrollo sostenible en nuestros países. Tengo en mi mesa de trabajo el Informe de avance cuatrimestral sobre el progreso y los desafíos regionales de la Agenda 2030 para el desarrollo sostenible en América Latina y el Caribe, recién publicado, elaborado por la Cepal, con el apoyo de otras 13 agencias multilaterales. De los 6 capítulos que contienen sus 231 páginas, me referiré de forma exclusiva a 2 de ellos: al número 2, dedicado a los avances de la institucionalidad y los instrumentos para la implantación de la Agenda 2030, y al capítulo 4, titulado “No dejar a nadie atrás: el desafío del desarrollo inclusivo”, que contiene información reveladora sobre cuestiones como desigualdad, hambre, igualdad de género, educación, mundo laboral, violencia y otros.

Un buen comienzo para contextualizar el problema de sustentabilidad del desarrollo en la región es el movimiento pendular que, una década tras otra, experimentan Latinoamérica y el Caribe. Los años ochenta (y para muchos países proyectada hasta los noventa) fueron definidos como la “década perdida”, representada por una región asfixiada por el peso del endeudamiento externo, los desequilibrios macroeconómicos, la deuda social y pobreza creciente. Luego, agravado todo ese cuadro por las prescripciones rígidas del llamado “Consenso de Washington”, y traducido en las políticas de ajustes impuestas por la condicionalidad del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial para acceder a dinero fresco y refinanciamiento de la deuda externa con la banca internacional. A continuación, el crecimiento sostenido y acelerado de China e India marcó una nueva pauta, creando una expansión (e incluso resiliencia de las economías latinoamericanas frente a la crisis que sacudió a Estados Unidos y Europa), escenario que animó al presidente del Banco Interamericano de Desarrollo, el colombiano Luis Alberto Moreno, a hablar de la década latinoamericana, aludiendo a una etapa que, en el lenguaje del economista Schumpeter, y estableciendo un cierto paralelismo, podría referirse como el “despegue” de un país o región. Los signos de los tiempos actuales, cuando toda la región enfrenta crecimientos magros o frágiles; la continua y creciente dependencia de la región con respecto a sus materias primas; el carácter hasta leonino del intercambio sino-latinoamericano, que presenta una barrera para la industria y las actividades de valor agregado, que no pueden competir con sus contrapartes en China o Asia, a las cuales simplemente toca proveerles de recursos naturales. Esos y muchos otros factores prenden una nueva alarma. Hay una inmensa oportunidad y potencial, pero no termina de consolidarse. Es como cuando abordamos la literatura económica y leemos sobre el llamado “Milagro Brasileño” o cualquier otro en algún país de la región, para luego ver la caída o encadenamiento de crisis que ponen de relieve cómo los problemas medulares siguen allí.

Dicho esto, volvamos al estudio o trabajo que inspira esta nota. En términos generales, la Cepal sostiene que se han producido avances en lo relativo a la institucionalidad: de los 33 países estudiados, 29 cuentan con mecanismos que permiten implantar políticas inscritas en la Agenda 2030. 14 de los países crearon instituciones u organismos de alto nivel, especialmente para estos fines. Los otros 15 países hicieron cambios o adaptaciones en organizaciones ya existentes. Esto se traduce en el establecimiento de mecanismos de coordinación entre distintos organismos al más alto nivel gubernamental; la conexión directa entre metas de la Agenda 2030, programas estatales y presupuestos; la territorialización de los objetivos –es decir, su concreción–, y, en algunos casos, nada menos que en este potencial: que los Objetivos de Desarrollo Sostenible –ODS– se conviertan en políticas de Estado.

Como el lector puede suponer, la diversidad predomina en los modelos organizativos de los 29 países. Se trata de “una región extremadamente heterogénea en materia de capacidades institucionales”. Y, aunque los ritmos con que avanzan son muy distintos, el balance de lo logrado en los últimos tres años –en tareas de difusión, diagnóstico, priorización, implementación y evaluación– es loable. En teoría, 98% de la población de América Latina y el Caribe está bajo el ámbito de estas entidades.

Otra variable que merece ser destacada es la de los informes voluntarios que han ido presentando los países sobre los avances alcanzados en los Objetivos del Desarrollo Sostenible: en los años 2016 y 2017 se presentaron 14 informes, y en 2018 se sumaron otros 8. Otros 12 países han manifestado su intención de presentar reportes en los años 2019 y 2020. Cuando se comparan estos datos con los correspondientes a escala mundial, el resultado es sorpresivo: entre 2016 y 2020, 17 países habrán presentado informes voluntarios en 2 ocasiones. De ellos, 7 provienen de América Latina y el Caribe.

Un aspecto a destacar, aunque el informe de Cepal es cauteloso cuando comenta esta cuestión, es la participación de la sociedad civil, que todavía tiene un amplio campo de oportunidades por delante. Cabe decir, es todavía insuficiente o muy parcial. En la página 60 se hace un llamado que copiaré aquí: “Es clave seguir consolidando los avances regionales recientes en materia de participación e innovación ciudadana, reforzando el papel de la juventud y de los sectores tradicionalmente más vulnerables”.

Al comienzo del capítulo IV, “No dejar a nadie atrás: el desafío del desarrollo inclusivo”, se deja en claro el tamaño de las dificultades: la región es la más desigual del mundo. Ella se expresa en los más variados e interconectados asuntos: ingresos, bienes, poder económico, poder político y otros. Estas desigualdades se mantienen en el tiempo y pasan de una generación a la siguiente. Lo temible de este estado de cosas es que la brecha se “normaliza”, se vuelve cultural. Hay en ello una advertencia que no debe pasar inadvertida: “La persistencia y reproducción de la desigualdad se asocian a una cultura del privilegio en la que las diferencias se naturalizan como desigualdades justificadas, conformando un sentido común construido de jerarquías de estatus socioeconómico, raza, cultura, género, poblaciones o pueblos, que se difunden a través de las reglas, instituciones y las prácticas de los actores”.

A la fase comprendida entre los años 2002 y 2014, de reducción de la pobreza y de la pobreza extrema, ha seguido una, a partir de 2015, de signo negativo: o ha vuelto a aumentar o la mejoría se ha detenido. Se traduce en esto: en 2018, 180 millones de personas (30% de la población total) vivían en condición de pobreza y 63 millones (10%) en condición de pobreza extrema.

Durante los años 2015 y 2016, el número de personas subalimentadas aumentó 2,4 millones, con lo que suman 42,5 millones (6,6%) del total de la población. Es probable que estos números sean, en realidad, todavía más dramáticos, porque en ellos no parecen estar debidamente contabilizados, al menos hasta las realidades de 2018, la epidemia de hambre que agobia a Venezuela. A la cuestión del hambre hay que sumar ahora la llamada malnutrición por exceso. Salvo países como Chile, Costa Rica, Guatemala, Haití, México, Perú y Uruguay, que lograron bajar el indicador, se observa un leve crecimiento en las tasas de sobrepeso u obesidad en niños.

Cuando se revisa el comportamiento de la mortalidad infantil, que resulta un indicador emblemático del funcionamiento de los sistemas de salud, se hace patente el factor de desigualdad: mientras la mortalidad infantil se redujo de forma considerable entre los años 2000 y 2015 (-36,3%), el promedio de mortalidad infantil entre las poblaciones indígenas fue de 1,8 veces más alto que en las poblaciones no indígenas. Otro indicador de mortalidad, que afecta especialmente a los jóvenes, que es el de las muertes relacionadas con el consumo de drogas (principalmente cocaína y cannabis), no ha disminuido, sino que se mantiene en una tasa de 14,9 por cada millón de personas.

El subcapítulo consagrado a “Igualdad de género y autonomía de las mujeres”, resulta revelador de un fenómeno social de gran complejidad: que las reformas legales no resultan suficientes para corregir comportamientos, como la violencia machista, que están muy arraigados en la sociedad. En el ámbito legal e institucional se reportan avances: 13 países cuentan con leyes integrales que castigan la violencia de género y otros 18 hicieron reformas a sus códigos penales para tipificar el feminicidio. Mientras tanto, entre los años 2013 y 2018, más de 15.000 mujeres fueron asesinadas por sus parejas. El Salvador y Honduras son los países donde las estadísticas al respecto muestran resultados más graves. Mientras el promedio mundial dice que 19% de las mujeres experimentó alguna forma de violencia sexual o física por parte de su pareja en 2018, en América Latina y el Caribe ese promedio es ligeramente más alto: 21%.

Los datos que se refieren a la participación de las mujeres en el mercado laboral también invitan a reflexión y a no desmayar en la lucha por la igualdad entre los géneros. Mientras la participación en el mercado laboral de los hombres alcanza 74,4%, la de las mujeres es de 50,2%. En 2017, la tasa de desempleo de América Latina y el Caribe era de 10,4% en el caso de las mujeres, y de 7,6% en el caso de los hombres. El informe llama la atención sobre una proyección específica de esta desigualdad: a pesar de que los estudios son unánimes en reconocer que las mujeres son mejores pagadoras, obtienen montos de crédito menores a los hombres y a tasas más altas. Asociado a lo anterior, quiero agregar aquí un dato proveniente de la Organización Internacional de Trabajo que el informe reproduce en su página 143: alrededor de 10,5 millones de niños, niñas y adolescentes se encuentran en “situación de trabajo infantil”, lo que equivale a 7,3% de la población entre 5 y 17 años. En números absolutos, Brasil, México y Perú son los países donde la práctica es más abultada. En términos porcentuales, Bolivia (26,4%), Paraguay (22,4) y Perú (21,8%) encabezan esta dolorosa estadística.

Cepal habla de la violencia como “problema transversal para el desarrollo inclusivo”. Se trata, en casi todos los países, de una preocupación creciente, claramente reflejada en los estudios de opinión: mientras en 1995, solo 5% señalaba la inseguridad y la delincuencia como su principal preocupación ciudadana, esta cifra se ha disparado en 2017 a 20%. Esto quiere decir que después de la situación económica, que encabeza los resultados (23%), la violencia es claramente un motivo de considerable preocupación. Tal como he señalado, hay países, como los que integran el Triángulo Norte de Centroamérica, donde los niveles de la violencia son tan extremos, que generan un impacto en el PIB respectivo, como ocurre en Guatemala, Honduras y El Salvador.

Se podrían sumar y sumar cifras que dan cuenta de la enorme gravedad de los hechos. Pero unas pocas bastarán para dibujar un panorama: mientras la tasa mundial de homicidios por cada 100.000 habitantes está por debajo de 7, hay países en la región que, en 2017, alcanzaron promedios simplemente escandalosos: Venezuela (89), El Salvador (60), Jamaica (55,7) y Honduras (42,8). El informe llama la atención sobre el fenómeno contrario: el caso de 3 países que lograron cifras por debajo del promedio mundial: Chile (3,3), Ecuador (5,8) y Argentina (6). Un gráfico, desplegado en la página 143 del informe, deja en claro que todas las formas de violencia se disparan en América Latina y el Caribe, cuando se las compara con el resto del mundo. Mientras la tasa de violencia sexual es de 29,4 en el resto del mundo, en América Latina y el Caribe es de 60,6. Mientras la tasa de agresiones y la de homicidios es de 103,9 y 4,4 en el resto del mundo, en América Latina es de 229,5 y 22,1 respectivamente.

Los que he anotado hasta aquí son solo algunos de los indicadores que el informe ofrece con la mayor sistematicidad posible. Si algunas realidades no están reflejadas de forma amplia, ello seguramente se debe a la falta de información oficial, como ocurre con Venezuela, donde el régimen encabezado por Nicolás Maduro ha destruido el sistema de estadísticas oficiales.

La lectura de este informe nos devuelve a la enormidad de las tareas que tienen por delante los gobiernos de la región, que están obligados a insistir y seguir avanzando. Un objetivo es prioritario: hay que sensibilizar a la sociedad civil en los Objetivos del Desarrollo Sostenible y en el valor que tiene la Agenda 2030 como instrumento para planificar y alcanzar logros concretos. Solo en la medida en que los electores obliguen a sus gobernantes a cumplir con los mismos, América Latina y el Caribe se irán aproximando al cumplimiento necesario.