Para Mariela Provenzali
Para el jubilado de la administración pública existe la obligación de dar fe de vida, es decir, dejar constancia personal de estar vivo o, en caso de ausencia, establecerla con testigos y confirmación médica. Lo único que se consigue con la fe de vida es demostrar que aún permanecemos física y corporalmente en esta tierra. Se trata de un trámite burocrático que consiste en llenar y firmar una planilla con datos básicos de edad, nombre, dirección, etc., una simple indagación para constatar que no estamos usurpando la identidad de algún pariente fallecido o efectuando una trampa de vil naturaleza.
La calidad de nuestras vidas no interesa a la administración pública, solo quiere saber que no encarnamos a ningún espíritu del más allá intentando gozar de una jubilación ajena. Sin embargo, a la hora de votar en las elecciones cualquiera que sea el motivo para celebrarlas el régimen militar o el gobierno de turno permite que aparezcan votos de personas fallecidas hace años, electores que sin dar fe de vida hacen espectrales actos de presencia emergiendo de las urnas electorales en lugar de las que se encuentran bajo la tierra de los cementerios. En un alarde de prodigiosa prestidigitación tres o cuatro electores adictos al régimen brotan de un carnet de la patria que sirve igualmente para agregar tu nombre a las menguadas filas del PSUV, dar fe de vida en alguna dependencia oficial o recibir como dádiva un bono o una caja de comida que debes pagar.
La vez que con Belén fui a dar fe de vida en el Conac encontramos a Aureliano González, de avanzada edad, agobiado por la fatalidad de haber olvidado en La Guaira, donde vivía, su cédula de identidad, documento sin el cual la dura, insensible e inconmovible funcionaria no solo se negaba a firmar el documento que afirmaba la vida de nuestro amigo, sino que lo obligaba a buscar la cédula en La Guaira y regresar al Conac.
Al vernos, a Aureliano se le iluminaron los ojos y exclamó: “¡Rodolfo, Belén, díganle a ella que yo estoy vivo!”.
¡Nos enfrentamos a la mujer! Alegamos, expusimos, demostramos y garantizamos que sin necesidad de humillarlo haciéndolo ir a La Guaira, Aureliano, con cédula o sin identidad alguna, no solo estaba vivo, sino que se encontraba frente a ella en esa anónima oficina. Que la vida no consiste únicamente en dar pruebas de evidencia física compareciendo en una oficina burocrática. Es mucho más que eso: es un furor vivo o apagado: una fuerza interior que nos activa hasta que Átropos, la Moira terrible de los griegos, la Señora de nuestro destino, decida cortar con sus tijeras de oro el hilo que nos une al alma.
Nuestra vehemencia logró que la mujer se apiadara y permitió que Aureliano viviera al menos hasta el próximo año, es decir, hasta una nueva comparecencia en su oficina para dar fe de que sigue vivo.
La única exigencia que se nos pide a la hora de dar fe de vida es que no se exceda del mes de febrero; que se haga acto de presencia, se muestre la cédula de identidad y que el anciano jubilado no la deje en casa.
Pero no se nos pide que demos fe de la vida que hacemos o decidimos hacer, la que determina nuestro destino: las glorias y fracasos, la felicidad o los infortunios; los deslumbres o asperezas que habrán de marcar nuestros pasos. ¡No anotamos esa fe en la planilla que debemos firmar!
Tampoco enumeramos los momentos que la han hecho posible: las risas y desventuras, los agobios y el sol que entra por la ventana; el llanto del primer hijo, el pánico al desamor, el mensaje que jamás llegó a mis manos. ¡Los viajes…! ¡Los regresos…!
La vida va más allá del hecho de dar fe de que ella vive. Puede ser disipada, alegre y loca. Pero igual puede ser decorosa, humilde y santificada. Es un tesoro, aunque algunos la consideren como una enfermedad y busquen deshacerse de ella. ¡Es cierto que es más fácil morir que vivir! La vida exige demasiados esfuerzos y sacrificios; a veces se prolonga en exceso desafiando al tiempo y las enfermedades propias de la senilidad, pero ¡vale la pena vivirla! Acepta todos los calificativos que puedan endilgársele porque cada vida arrastra el comportamiento y las circunstancias de quien se ve constreñido a demostrar ante una aburrida o despótica funcionaria que aún vive.
Yo elegí como vida respirar la esencia del arte; palparlo, acercarme a él, crearlo, construirlo, afinar mi sensibilidad, escuchar la silenciosa música oculta en la palabra poética, la que se vuelve vibrante rumor en los colores del pintor, en la voz del actor y en los acordes de la partitura. Hay vida en el volumen escultórico y en la fotografía que captura la huida del tiempo. Me fascina la nobleza del hierro pintado de azul; la columna de madera policromada, el bronce convertido en torso; la arcilla que obedece a la energía que la transforma en vasija o reproduce un cuerpo desnudo. No elegí la luz del arte como un bálsamo, ¡la elegí como un camino!
Sé que hay vida en la abeja y en la hormiga y en las plantas del jardín; en la fruta que cae y en el vuelo del pájaro y en la hoja que tiembla en la rama del árbol. Y en todo ser animal, mineral o vegetal, donde quiera que se encuentre, la vida en ellos tiene un carácter sagrado y nada ni nadie deberá ofenderla o agraviarla.
Nacemos, crecemos y nos vemos en los hijos que repiten nuestros gestos y nos observan desde el espejo, y al sentirlos tomamos conciencia de que sus miradas nos acompañarán a lo largo del viaje que emprenderemos cuando Átropos corte el hilo que nos une a la vida. Me lastima, sin embargo, saber que existen seres que desestiman la vida y se acuerdan de ella solo cuando acuden a una anónima oficina ministerial a dar fe de una vida que creen vivir.
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