Venezuela se aproxima, aceleradamente, hacia otro parteaguas histórico, distinto de los que ha conocido casi siempre pasada una generación y desde su aurora republicana.
Esta vez trata que su lucha agonal – con costos de vidas, heridos y encarcelados – le permita renacer como nación, como sociedad con textura y más allá de sus partes, comprometida con prácticas políticas ajustadas a la moral, a las leyes universales de la decencia, desaparecidas a lo largo de los últimos 17 años; pero arrebatadas tales leyes y sus frenos desde el instante mismo en que una logia narco-terrorista se apropia del andamiaje del Estado. Impedir la prórroga de ésta y que se frustre la empresa de libertad que guían jóvenes y hasta niños con admiración de sus mayores – la he llamado “revolución de los pantalones cortos” – es un deber inaplazable.
Toda duda, toda omisión, toda falsa discreción o prudencia, incluida la de gobiernos extranjeros que se neutralizan alegando no querer darle aliento a una “guerra civil” en ciernes e imaginaria, pues es, antes bien, represión abierta y criminal –casi genocida – por parte de militares y paramilitares contra ciudadanos quienes protestan en pazal régimen de Nicolás Maduro, expresa complicidad con éste, responsabilidad compartida por los crímenes que a diario se le suman.
No exagero. El milagro de la tecnología digital hoy impide la censura, el ocultamiento dictatorial y la desfiguración de realidades crudas como las señaladas. Nadie puede decirse ajeno o ignorante. Quien no reacciona con indignación ante el oprobio es socio y cooperador activo o pasivo con la vesania que se fragua desde los laboratorios del Palacio de Miraflores y sus ministerios de defensa y del interior; éste último, bajo la dirección de una suerte de Pablo Escobar acusado de ser la cabeza de uno de los cárteles de la droga que ha secuestrado al país.
Los disparos, las torturas, las patadas de guardias nacionales y colectivos criminales organizados por el propio Maduro para sostenerse en pie por sobre el dolor de un pueblo inerme pero corajudo, son verdades palmarias que aceleran los latidos de todas las opiniones públicas en el mundo.
Cada día son más quienes se deslindan del régimen, con valentía que cabe admirar en la hora, pues es más fácil el alineamiento de quienes a él se oponen como víctimas sufrientes que el de otros, como la fiscal general de la República, que han convivido con la dictadura y mezclado con sus tuétanos,y ahora la abandonan vomitando intoxicados ante los propios y escamados frente a los ajenos.
La responsabilidad de quienes tienen en sus manos las riendas para administrar y ordenar las protestas – es el caso de la Asamblea Nacional, depositaria de la única legitimidad democrática que resta en medio de la total desarticulación del país – y, sobre todo, de darles su propósito final, es más exigentes que nunca. Se requieren acciones concretas, decisiones incluso simbólicas que anuden al conjunto en su rechazo a lo insostenible, a la presencia de Maduro y su mafia criminal en el poder de facto que a todos intenta dominar. Y ello impone un diálogo, pero no con el crimen, jamás con los criminales, sino con ese resto de actores propios y ajenos, sean nacionales o internacionales, quienes desde sus distintas y no pocas veces antagónicas o diferentes posturas puedan darle una pronta salida al mal absoluto que lucha por sobreponerse de forma definitiva, para salvar sus pellejos incluso sobre un río de sangre inocente que va inundando el suelo de la patria doliente.
La Conferencia Episcopal Venezolana y su presidente, monseñor Diego Padrón, han sido contestes al respecto. Si de conversar se trata bien, pero sólo para que se le devuelva al pueblo el ejercicio cabal de su soberanía, se respeten las competencias de la Asamblea, se liberen a los presos políticos, y la ayuda humanitaria restañe las heridas vitales que causan la hambruna y la falta colectiva de medicinas.
El hemisferio y el mundo, a través de sus organismos más calificados – la OEA y la ONU, y la OEA en primer término como lo ha dicho la ONU – yamarca rumbos, pero ellos son, al fin y al cabo, el público o audiencia que ha de estar presente en el teatro de nuestra reconstrucción democrática. Es a los actores, a los venezolanos, con sus narrativas oportunas y ordenadas, como dueños de la trama y su desenlace, a quienes corresponde salir a la escena y llevarla hasta su clímax antes de que cierre con el éxito que todos esperamos. Vivimos un drama. Hemos de evitar que derive en tragedia.
Apenas falta que los ejecutores materiales de la violencia, los soldados, bajen sus armas y adquieran conciencia de que son igual carne de cañón por obra de un gobierno criminal y los generales que los mandan; para que se sumen – como ocurriera en la Alemania comunista – a quienes se esfuerzan en derrumbar los muros de la vergüenza, las paredes que a todos nos han separado siendo hermanos.
Las horas cuentan, las horas pasan.
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