Esa delicada línea que separa (o que en muchos casos debería separar) la realidad de ciertas ficciones, a veces más que una frontera es una cortina de humo. Un fantasma con cara de ilustre presentador de noticias. Casi un espíritu burlón. Un extraño mecanismo que termina –y esto es lo más peligroso– imponiendo los mitos y los demonios de la ficción y tergiversando casi felizmente la realidad. El caso de Cuba, de la Cuba castrista, es un ejemplo. Un triste ejemplo.
A cada rato, conversando con amigos y colegas de otros países, me apena comprobar, una vez más, que después de tantos años aún persista en el mundo una imagen artificial del sistema que impera en mi país. Incluso me sucede con personas inteligentes, pero lamentablemente desinformadas, o peor (pues la desinformación se puede curar rápidamente con información), manipuladas por el falso mensaje de la propaganda castrista, reescrito –con muchas faltas de ortografía social y de ética– por los terribles vacíos de la izquierda, que tanto daño sigue haciéndole al mundo.
Siempre la manipulación será más mortífera que la desinformación, pero sin dudas en esta última encuentra un terreno muy propicio la manipulación para florecer, que no es otra cosa que fomentar la sequía. El camino hacia la muerte del pensamiento, la nulidad de la palabra, el fin de la acción, la resignación como estado natural. Eso es el castrismo. El totalitarismo que casi consiguen establecer en Venezuela, Bolivia, Nicaragua, Ecuador (en cada nación con la paleta de color y el ritmo que más oportuno –o inoportuno– sea, pero no es otro el objetivo). Preverlo, apreciarlo no es difícil, pero la realidad nos sigue expresando que la inmensa mayoría de las personas continúan sin saberlo, para desgracia del mundo y suerte del castrismo.
Es muy elocuente –y no menos desalentador– advertir cómo muchas personas de las llamadas sociedades desarrolladas, incluso ante los pocos noticiarios que transmiten reportajes de la Cuba real, siguen sin entender la verdadera naturaleza del castrismo. Siguen creyendo que el castrismo es un proceso que puede corregirse, reformarse, criticarse para obtener mejores resultados. En buena medida este fenómeno (que desconoce que las dictaduras no pueden reformarse sino que hay que desmantelarlas) se debe a lo larga que ha sido la dictadura y a la persistencia y magnitud de su propaganda en todo el mundo, sobre todo en países marcados por la socialdemocracia. Esa madrastra solapada del cáncer del castrismo y de su metástasis: el socialismo del siglo XXI.
Pero debemos reconocer que no solo la constante propaganda castrista y la necedad o contubernio de los medios de comunicación (preocupados por la banalidad, marcados por el facilismo y dañados por las ideologías de izquierda) tienen la culpa. La adoctrinada complacencia del ser humano, perdido en los laberintos de la modernidad, o la posmodernidad, tiene mucho que ver con la subsistencia de este siempre amenazante flagelo en los cuatro costados del orbe.
Hace un par de noches conversaba con dos empresarios franceses de ascendencia latina que me hablaban de una Cuba ideal, o más que nada idealizada. Un país que sencillamente no existe. Que nunca ha existido. Para ellos, al principio de nuestra charla, Cuba era obviamente una dictadura, pero en la incomprendida isla del Caribe las cosas no estaban tan terribles, al menos en los sitios que ellos habían visitado en sus dos viajes a La Habana –los mejores sitios turísticos de la ciudad– y, no faltaría más, las playas y hoteles de Varadero.
¿Cómo un régimen dictatorial de tantas décadas y tantos delitos y víctimas sobre sus hombros puede ser no «tan terrible»? ¿Cuánto más tienen los cubanos que aguantar? ¿Qué más tienen que sufrir para llegar a lo verdaderamente terrible?, les pregunté. Pero como suele suceder en estos casos, no hubo respuesta. O la respuesta fue un callado asentimiento. Una pausa desbordada de pena por, paradójicamente, haber pensado y dicho algo verdaderamente terrible.
Los dos franceses me confesaron que, aunque sabían que visitaban lugares turísticos, no habían pensado en las profundas diferencias entre la vida edulcorada en estos lugares que el régimen ha dispuesto para el turismo extranjero y el verdadero país bajo la bota del castrismo.
Además del mito de la educación y la medicina falsamente gratuitas –del que ellos habían sido presas hasta esa noche– hablamos de la libertad, ese ángel terrible vetado por el régimen. Y no solo de las condenas por intentar ejercer la libertad de expresión o asociación, sino del miedo cotidiano, casi congénito, a pensar en la mera posibilidad de tales libertades. Hablamos también de los medios de comunicación absolutamente controlados por el Partido Comunista, el único legal para los cubanos. De la inexistencia de la separación de los poderes públicos. Algo que no podían concebir.
Imposible no mencionar la represión física y psicológica por cualquier disentimiento. El adoctrinamiento, la vulgaridad, la emigración (más que el exilio) como única solución a la vista apabullada de la gente. Hablamos de cómo el terror y la desesperanza son la más férrea muralla que la dictadura ha levantado entre sus ciudadanos y la libertad. Y de cómo esta arma –de un alcance mayor que los misiles con que Corea del Norte amenaza a la humanidad– la han exportado a una parte de Latinoamérica.
Por suerte los dos empresarios resultaron más inteligentes, sensibles y contrarrevolucionarios de lo que yo –e incluso creo que hasta ellos mismos– había pensado hasta ese momento. “Se me han quitado las ganas de ir a Cuba, creo que no voy más”, llegó a decirme uno, a lo que respondí que si sentía la necesidad de ir porque allí tiene amigos y familiares a los que ansía o necesita visitar, no reprimiera su deseo por culpa de un régimen al que nada le importan sus familiares y amigos ni ningún ser humano que no sea parte de su clan. Solo le pedí que no se dejara nublar la vista con lo que la dictadura –la más terrible y larga dictadura de la región– quiere que vean, entiendan y divulguen los que visitan la isla sin saber que no han conocido el país.
El hombre terminó diciéndome que sí, que regresaría a la isla, y que no solo la próxima vez su viaje estaría enfocado en conocer la Cuba real, sino que además le hablaría a sus amigos y familiares de la libertad y la democracia que no tenían, que no les dejaban conocer. Que le llevaría libros de estos temas, sempiternos tabúes en el macabro experimento social de los Castro.
Me prometió –sin yo pedírselo– que en París (esa cultura atacada por el terrorismo islámico e invadida, a veces pareciera que cegada, por las ideologías de la izquierda) les contaría a sus compatriotas de la triste realidad, y la triste ficción, de esa Cuba que late detrás de los muros pintarrajeados de la propaganda del castrismo y las postales turísticas concebidas para el llamado mundo desarrollado, al que ellos pertenecen y que –aunque no lo quieran ver– no deja de estar amenazado por el comunismo real. Por el germen del castrismo. El padre incestuoso del socialismo del siglo XXI. El origen del mal que hoy intenta asesinar a ese hermoso y próspero país que, años atrás, fue Venezuela.
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