No le viene quedando a Carles Puigdemont, en esta hora y punto, más salida que la de la cárcel en su país o su asilo en alguna embajada que tenga dentro de sus planes pelearse frontalmente con el gobierno de la Moncloa. No hay muchos países que estén en cola para lo del asilo, pero Venezuela es uno. Y mientras el líder secesionista catalán deshoja la margarita en Bruselas, esperando que algo milagroso ocurra a su favor –lo que es altamente improbable–, otros escenarios políticos han comenzado a dibujarse en torno a las elecciones catalanas convocadas por el gobierno de Madrid para el 15 de diciembre. Lo que está ocurriendo no dice nada bueno acerca de la fortaleza de que goza el radicalismo independentista en España, una falacia que Puigdemont y sus allegados blandían como elocuente estandarte.
Ya los analistas informados no dividen en dos la tajada de la torta catalana: una mitad a favor del constitucionalismo y otra mitad a favor del separatismo. La sorpresa puede ser grande para el país entero. Los detractores de la unidad española han vendido bien la especie, durante los últimos años, de que un porcentaje tan alto como 50% de los votantes catalanes ve con buenos ojos la creación de una nueva República. Falso de toda falsedad.
La realidad es que, una vez que se callaron quienes vociferaban en contra de España, la Autonomía catalana se está presentando más bien como un conjunto heterogéneo en el que hay un balance numérico de votantes fragmentado y complejo. Solo Dios sabe de qué manera depositarán sus votos aquellos catalanistas de buena fe que ya son conscientes del fraude y de la corrupción que se estuvo perpetrando en Cataluña con la excusa de un separatismo heroico tan quimérico como mentiroso.
A tres semanas de las votaciones Puigdemont se ha quedado más solo que la una, cuando el partido que lo sostiene apenas alcanza a captar una décima parte del electorado. No puede desestimarse al contingente de votantes de los partidos que han sido tradicionalmente separatistas, que continúa siendo alto y que se equipara hoy en número al de los partidos políticos de vocación claramente constitucionalista como el PP, el PSOE y Ciudadanos.
Aún es temprano para vaticinar lo que puede ocurrir el 21 de diciembre en cuanto al equilibrio de fuerzas políticas en el nuevo parlamento regional, y es muy posible que la mayoría no la detenten los constitucionalistas. Una alianza negociada es lo que está ya escrito para el orden del día de la jornada siguiente a la votación.
Lo que viene resultando diáfano a esta hora es que todo el episodio protagonizado por los separatistas con Puigdemont a la cabeza, era hueco y que de esta contienda saldrá muy favorecido Ciudadanos, a escala nacional, lo último que habrían querido producir el ex presidente de la Generalitat y sus secuaces. Con dos catalanes a la cabeza esa fuerza política se afincará en el desaguisado que hemos tenido frente a los ojos con todo su dramatismo, para continuar con su ascendente carrera política.
Algo de bueno y ganancioso hay en todo ello y es que cuando la marea baje y se conozcan los resultados electorales, será necesario que en Madrid se pongan a pensar en que es imperativo modificar el estatuto autonómico en su concepción más amplia para darle un nuevo aire a la democracia española.
Puigdemont y sus dislates habrán quedado reducidos a cenizas. El líder le tocará presenciar la evolución de su país –el catalán y el español– desde la cárcel o desde el ostracismo.
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