Lo que siga a las presidenciales de 2018, si llegaran a realizarse, no dependerá de ellos ni de quienes hayan sido sus estafados. Dependerá exclusivamente del próximo tirano cubano, otro miembro de la dinastía consanguínea de los Castro, que Raúl ya habrá pasado a la reserva. ¿Cómo no volver una vez más a mencionar a Albert Einstein, quien sostenía que solo el universo y la estupidez humanas eran infinitos, si bien de lo infinito del universo tenía serias dudas?
Cuando Enrique Mendoza, cabizbajo y en el colmo de la desesperación, movía la cabeza mirando al suelo y balbuceando a media voz que no podía hacer nada porque no tenía las actas, es decir: que no saldría a proclamar el fraude que nos había caído desde Miraflores como una lápida; tuve perfectamente en claro que con ese y cualquier otro liderazgo heredado de la llamada cuarta república no se podría vencer jamás al desaforado e inédito malandraje que se había apoderado del país.
Estaban presentes en ese pequeño cuarto que servía de despacho del encargado de prensa de la Coordinadora Democrática, Chuo Torrealba, los mismos dirigentes que hoy comandan la MUD. Y eso no sucedió ayer: sucedió hace más de 13 años, la madrugada del 16 de agosto de 2004. Fue la confirmación de una segunda muerte anunciada. Tras dos años de la primera de estas interminables confirmaciones de cobardía, pacatería, mengua intelectual, pusilanimidad y traición de la élite política puntofijista, de los nuevos liderazgos y de nuestras patéticas y corrompidas fuerzas armadas. Me refiero a la inconcebible derrota en que un general golpista hoy encarcelado, un pobre empresario hoy desterrado, y un obispo ultramontano hoy convertido en cenizas trocaron una gloriosa victoria de la sociedad civil en la oprobiosa derrota y muerte de la democracia venezolana. 11 de abril de 2002.
Los antecedentes de la farsa que nos había traído a esta debacle estaban frescos. Destacados políticos profesionales, jueces y periodistas habían defenestrado a Carlos Andrés Pérez, sus compañeros de tolda lo habían expulsado del partido sumándose al cortejo del asalto, mostrándose absolutamente incapaces de ponerle un freno a la barbarie. Y como la barbarie daba rating, todos los medios televisivos seguían al Atila de los llanos como a un actor de cine o a un cantante de rock: pisándole los talones adonde quiera que fuese. La prima dona del sangriento asalto tanto atraía a las masas, que hasta telenovelas interminables y que duraron años fueron dedicadas a las circunstancias del asalto. La decadencia del establecimiento daba para llenarles los bolsillos a los empresarios mediáticos, que en lugar de enfrentarse al fascismo vernáculo prefirieron ver modo de sacarle partido, profundizando la crisis y alimentando el rencor y el odio que transitaban por estas calles. Poco después, en ocasión del bautismo institucional de su presidencia, ni Henry Ramos Allup ni Henrique Capriles pestañearon ante la boutade del teniente coronel convertido en primer magistrado como en un cuento de las mil y una noches, quien se permitió humillar a Rafael Caldera, ya un anciano con un pie en el sepulcro, y a la magna obra que llevara su firma, la Constitución de 1961. Bautizada como la moribunda. Ni jueces, ni diputados, ni ministros y funcionarios del gobierno saliente ni altos magistrados de la Corte Suprema tuvieron la hidalguía y el coraje como para ponerse de pie y dejar solos en su tenebrosa Mise-en-scène al anciano abrumado por el desafuero, al verdugo al que ayudara a asaltar el poder y a los sorprendidos invitados internacionales que pudieron constatar en vivo y en directo la lava de inmundicia que comenzaba a brotar de las entrañas de la tierra de Doña Bárbara. La hora de la grandeza y la civilidad había terminado y todo parecía darle razón a quienes sostenían que Venezuela fue, era y seguiría siendo un país portátil por los siglos de los siglos. Y como los liberales del siglo XIX fueron unos ladrones, el liberalismo jamás encontraría suelo fértil en el país de las izquierdas asaltado por el golpismo. Bravo por haber defenestrado a quien tuvo la osadía de pretender su autocrítica y tratar de pellizcar el cielo de otra Venezuela. Es la máxima astucia de nuestros historiadores: somos lo que fuimos. Jamás seremos lo que debiéramos. Dejémonos de reclamos imposibles.
Los diecisiete años transcurridos, que nada hace prever que llegarán a su fin ante la decisión inquebrantable de la dictadura de convertirse en la segunda tiranía totalitaria de la región, gústele o no le guste a quienes se prestan a sus juegos de tronos, han demostrado hasta la saciedad que el electoralismo, esa enfermedad congénita de las élites venezolanas, no pavimentará el camino hacia una democracia, así sea de regreso a la decadente democracia puntofijista. Si durante el reinado de Hugo Chávez, tanto o más inescrupuloso, hamponil y antipatriótico que Nicolás Maduro, y disfrutando de insólitos recursos financieros, pudieron contar con el respaldo de sus masas de apoyo y lograron simular sus procesos y victorias electorales –montados desde esos aciagos hechos del referéndum revocatorio de 2004 sobre un aparataje de fraudes manifiestos– desde diciembre de 2015 se han encaminado a un abismo inevitable. Están acorralados, nacional e internacionalmente. Y solo sobreviven sobre la barbarie extrema de sus fuerzas armadas, privadas de la más mínima moral. Un escenario cantado para que la inevitable y siempre reciclada indignación popular saque sus garras y vivamos otra revolución, pero esta vez democrática, cívica y popular. Así haya pasado el huracán de abril, en medio de esos tiempos tormentosos nos hallamos. Volverán los ciclones.
La retahíla de derrotas y desengaños –años tras año, derrota tras derrota, victorias dictatoriales verdaderas o fingidas, todos los partidos opositores sólidos creyentes del parto de los pájaros– hubieran continuado incólumes si la actuación opositora hubiera quedado entregada a la voluntad de la máxima dirigencia de la MUD, que tras todas sus derrotas decidió seguir obedeciendo el calendario electoral de la dictadura, desoyendo el reclamo de “radicales y abstencionistas” que recordaban la existencia constitucional del 333 y el 350. Muchos de cuyos dirigentes siguieron dudando de la naturaleza dictatorial del régimen. Y con la vista puesta en las presidenciales de 2018. Máxima aspiración congénita de sus factores hegemónicos: Henry Ramos Allup, Henrique Capriles y Julio Borges. Presentes en ese mínimo despacho de las honras funerarias del referéndum revocatorio, cuando el descomunal fraude continuado de 15 de agosto de 2004. Y dotados de una soberana paciencia a la hora de esperar a la sombra de algunas canonjías por los frutos a los que aspiran.
Confieso haber creído que la derrota que sufriera Nicolás Maduro en diciembre de 2015 sería irreversible. Como lo juró el mundo entero. Y lo hubiera sido si quienes se aprovecharon de ella y colmaron sus ambiciones convirtiéndose, de la noche a la mañana y sin la más elemental preparación, experiencia y conocimiento previos, en respetados diputados de la República, hubieran tenido la virtud del coraje, la decisión y la voluntad acordes con el mandato recibido por una aplastante mayoría opositora. Ya definitivamente decidida a desalojar la dictadura. Por la razón o la fuerza. No la tuvieron, no la tienen, ni la tendrán. Ni siquiera hubieran conquistado dicha mayoría, pues nadie votó por ellos, sino en contra del régimen. Y tampoco esa mayoría hubiera adquirido la fuerza que llegara a poseer si no hubiera sido por la inesperada emergencia de La Salida y la asunción de un nuevo liderazgo verdaderamente contestatario en las figuras de María Corina Machado, Leopoldo López y Antonio Ledezma. Quienes, enfrentando por segunda vez al dictador de la única manera factible y realista, con la conquista de la calle –ya nos referimos a la primera, del 11 de abril de 2002 que siguiera el mismo guion– pusieran a Nicolás Maduro contra la pared y amenazaran con reconquistar la libertad para Venezuela. Hasta la llegada de los tartufos de siempre, que corrieron a lanzarle el salvavidas al verdugo.
No fueron ellos los artífices de la gran victoria del 6 de diciembre de 2015. Fueron los mártires de 2014, los presos políticos, la espantosa crisis humanitaria desatada por un régimen criminal y corrupto, que despertó el odio parido de la gente. Pero sí fueron los artífices del fracaso de la victoria que usurparan. Convirtieron esa notable victoria de la civilidad en agua de borrajas. Para lanzarla inmediatamente después al vertedero en aras de la próxima ilusión electorera, “las regionales”. El guion será el mismo: conquistarán las gobernaciones que el régimen esté dispuesto a dispensarles, pronto convertidas en cascarones vacíos. Y volverán a la reincidencia de la misma farsa: las abandonarán detrás del señuelo de las presidenciales. Henry Ramos Allup no descansará hasta ganarle en primarias el derecho de ser el candidato al otro aspirante mantenido por el régimen libre de inhabilitaciones y encarcelamientos: Julio Borges. De sus polvos serán los lodos.
Lo que siga a las presidenciales de 2018, si llegaran a realizarse, no dependerá de ellos ni de quienes hayan sido sus estafados. Dependerá exclusivamente del próximo tirano cubano, un miembro de la dinastía consanguínea de los Castro, que Raúl habrá pasado a la reserva. ¿Cómo no volver una vez más a mencionar a Albert Einstein, quien sostenía que solo el universo y la estupidez era infinitos, si bien de lo infinito del universo tenía serias dudas?
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