COLUMNISTA

La crisis de representatividad contra la que se lucha en Estados Unidos

por Leopoldo Martínez Nucete Leopoldo Martínez Nucete

A esta altura del proceso electoral de mitad de período, los analistas coinciden en tres cosas: el Partido Demócrata tomará control de la Cámara de Representantes, pero el Senado seguirá bajo estrecho control de los republicanos. Por otra parte, los demócratas aumentarán el número de gobernaciones bajo su control; y muy posiblemente, esta lista incluya a Florida y a Georgia, este último, unbastión republicanotrabado en una lucha que prefigura lo que en la hípica llamamos final de fotografía, que también se augura en la puja por uno de los escaños en el Senado, por Texas.

El mapa electoral americano es totalmente predecible en un grupo de estados y distritos llamados azules (cuando demócratas) o rojos (cuando republicanos). Pero hay otroconjunto de estados y distritos que se califican como “campos de batalla”, es decir, de tendencia hacia uno u otro partidosegúnla participación electoral. Son estados de comportamiento pendular, en los que el suspenso respecto del desenlace se extiende hasta el último voto, porque allí deciden los electores independientes.

Esos escenarios, sin embargo, están cambiando en muchos puntos de la geografía electoral, como consecuencia de cuatro fenómenos: uno, el cambio demográfico operado por la inmigración –especialmente el incremento del voto hispano– y el crecimiento de la población afroamericana; dos, el crecimiento de enclaves urbanos y suburbanos contemporáneos, más abiertos a la diversidad y con visión más analítica -menos influida por el factor religioso-; tres, la agenda rebelde, crítica y de profundo interés por la justicia social y asuntos de relevancia global, como el cambio climático, prioridades de los millenials; y cuatro, el creciente empoderamiento político de las minorías, que cada vez aumentan su nómina de candidatos, al tiempo que movilizan el entusiasmo por la participación electoral de quienes están marcando el cambio demográfico. En esta elección de mitad de período, por ejemplo, aumentó de manera impresionante el número de candidaturas de mujeres y latinos en todo el territorio estadounidense, principalmente entre los demócratas. Y destacan las candidaturas de nuevos líderes afroamericanos como Andrew Gillum en Florida y Stacey Abrahams en Georgia.

Frente a ese proceso, que viene escalando de forma inexorable, hay una respuesta política. En el plano de las narrativas ha tomado cuerpo de nuevo la xenofobia y el racismo mediante estrategias comunicacionales conocidas como el “silbato canino”.  Así como los silbatos de perro no pueden ser escuchados por el oído de todos, este tipo de mensaje va dirigido solo a ciertas audiencias, aunque envuelto en argumentos y malabarismos verbales para no asumir su connotación racista o xenófoba. Esta semana, Trump lanzó uno de esos mensajes al electorado, seguramente después de ver lo que asoman las encuestas, puesto que si bien la Cámara de Representantes debe inclinarse a favor del Partido Demócrata, hay ciertas campañas que pueden impactar si se juega a la política del miedo y el odio, sin medir las consecuencias de tan costoso ejercicio demagógico.

Decíamos que esta semana Trump sonó el “silbato canino“ al proponer la eliminación por decreto presidencial del derecho a la ciudadanía de los hijos de los inmigrantes nacidos en territorio estadounidense. Absurdo, porque ese derecho está previsto en la Enmienda 14 de la Constitución, sin margen para establecer restricciones, pero el debate adornado con extravagantes ejemplos resuena como el “chiflido solo para algunos”, en oídos xenófobos y racistas.

Esa amenaza a la democracia estadounidense proviene no solo de la coyuntura y de la narrativa de Trump. Tiene que ver con tres procesos estructurales muy peligrosos. Primero, la sentencia Citizens United, que legalizó el uso ilimitado, y sin obligación de reportar donantes a las autoridades electorales, de los llamados Super PAC. Estos fondos, según la Corte, se pueden emplear sin restricciones porque no ingresan a las campañas de los candidatos sino a la compra de tiempo en radio y televisión para campañas de opinión.Por tanto, al margen de que tienen el sesgo de influir en el electorado, la Corte Suprema los consideró imposible de restringir –bajo la primera enmienda, que protege la libertad de expresión–. La segunda tendencia es el gerrymandering o manipulación de los distritos electorales, que aumenta la rentabilidad electoral de una tendencia política restando peso a ciertas categorías de electores a los que se ubica, al margen de toda lógica geográfica, en un solo distrito. Finalmente, está el peligroso proceso de “supresión de electores”, que busca dificultar al extremo el registro electoral de sectores sociales propensos a votar contra el poder establecido o pretendido por un sector de la sociedad, es decir, una clara forma de opresión política que resta representatividad al sistema. La lógica de estas medidas es: si no puedes convencerlos de que voten por ti, entonces impídeles votar.

Amparados en cuantiosos recursos acumulados en los Super PAC, los republicanos desplegaron desde hace más de dos décadas una estrategia para controlar las legislaturas estadales, donde se definen los distritos electorales y las normas que rigen los registros electorales –además de que la autoridad electoral no es autónoma y nacional en Estados Unidos para esos efectos ni para la organización de las elecciones, pues el registro y la organización electoral lo lleva la Secretaría de Gobierno de cada estado–. El resultado de esto rebasa el impacto del controversial sistema de los colegios electorales para la elección presidencial. El Partido Republicano ha terminado con una ventaja estructural por la vía del gerrymandering cuando se trata de la elección de legisladores estadales, y bajo el arbitrario mecanismo de la supresión de electores, así como de los gobernadores de Estado y senadores. Además, son los legisladores estadales quienes definen los distritos electorales de los representantes al Congreso, de nuevo bajo los dictados de un abusivo gerrymandering.

Ejemplos concretos de esta situación antidemocrática abundan en la actual contienda electoral. En Indiana, donde se disputa la reelección de un senador demócrata, el gobierno estadal, en manos republicanas, purgó del registro electoral a 470.000 electores de un plumazo, con el argumento de que no habían votado en los 2 procesos electorales anteriores y, por tanto, debían registrarse de nuevo. La mayoría de los afectados son ciudadanos de menores ingresos y afroamericanos. Una sentencia de una Corte Federal dictó una medida cautelar para prohibir e impedir la continuación de esta práctica, pero a la fecha ha sido imposible auditar cuánta gente efectivamente quedó excluida de los registros.

En Georgia, bastión republicano con el voto de electores blancos sobre una creciente población afroamericana, también está influyendo otro factor del cambio demográfico: cerca de 1 millón de hispanos viven hoy en Atlanta y sus inmediaciones. La mayoría republicana, empoderada por el gerrymandering y la supresión de electores, está igualmente haciendo de las suyas pero de forma más grotesca, porque quien enfrenta desde el Partido Republicano a la aspirante demócrata Stacey Abrahams –a punto de convertirse en la primera mujer afroamericana electa gobernadora de Estado en una elección estadísticamente empatada hasta el día de hoy– es nada más y nada menos que el secretario de gobierno del Estado, ¡quien maneja y controla el registro electoral!

La táctica en Georgia es “congelar” el registro de más de 57.000 electores bajo una norma que exige la exacta coincidencia de los datos en todos los documentos presentados por el elector. Esto afecta principalmente a electores hispanos y afroamericanos que, por circunstancias culturales, a veces tienen alguna diferencia por el uso de nombres compuestos o los dos apellidos de nacimiento combinados con el apellido de casada, entre otros factores. Las autoridades del registro les exigen varios documentos con el propósito indisimulado de encontrar alguna disparidad que permita negarles el derecho a votar.

Un proceso similar de supresión de electores ocurre en el estado de Texas, que se erige como la única barrera contra el ascenso del joven diputado demócrata y candidato a senador Beto O’Rourke en su campaña contra Ted Cruz.

Se exponen estos subterfugios que parecen de sistemas electorales del tercer mundo, pero están sucediendo en la nación decana de la democracia representativa, sin duda amenazada por una visión supremacista que se siente incómoda con los cambios políticos que acompañan a las transformaciones demográficas y socioeconómicas. Afortunadamente, la capacidad organizativa y el poderoso movimiento de derechos civiles está dando la batalla. Una batalla que terminará en los tribunales, precisamente en un momento en que un proceso opresivo está facilitando una tendencia al control de las cortes federales y la Corte Suprema de Justicia. Por esa razón todos los analistas y activistas políticos coinciden en la importancia de los procesos electorales legislativos, porque allí reside la posibilidad de desanudar estos subterfugios que se asoman como una amenaza a la representatividad de la democracia estadounidense. Nada fácil hacer pronósticos, pero, repetimos, se está dando la batalla.

Twitter @lecumberry