Escribo estas líneas en momentos determinantes (miércoles 10) para esclarecer, aunque no creo que lo esencial necesite todavía esclarecimiento, la naturaleza de la muerte violenta del concejal Fernando Albán y sus extraordinarias consecuencias para la dictadura que debe responder por él. Si fuese el caso me excuso de esos vacíos. Pero creo que ya hay elementos suficientes para abordar la arista que quiero resaltar del suceso.
Ese vil acontecimiento ha producido una conmoción nacional e internacional pocas veces vista. Y ello hace que me pregunte por qué. Me explico: el régimen dictatorial puede contar ya por centenares sus asesinatos, amén de presos cuyos sufrimientos infringidos han sido develados minuciosamente. Pero este ha llegado instantáneamente a todas las grandes instituciones internacionales que se ocupan de derechos humanos y a gobiernos y agrupaciones altamente significativos: la ONU, la OEA, Amnistía Internacional, la Unión Europea, el Grupo de Lima, IDEA, un creciente grupo de naciones entre las que subrayaría, por razones diversas, a Estados Unidos y España… que hacen presión por una investigación objetiva, en la cual incluso ellos participarían, y en las declaraciones de varios aparece evidente la culpa gubernamental.
Muchos de esos recaudos pasados, ya de amplio conocimiento internacional, tienen rasgos espeluznantes, desde torturas aterradoras hasta calculados asesinatos de adolescentes en marchas pacíficas. En general, todos impunes. Y, sin embargo, el de Fernando Albán ha tenido una repercusión nacional e internacional claramente especial.
Es seguro que la importancia cívica del concejal de Primero Justicia tenga lo suyo en lo que me pregunto. O que su vida ejemplar y llena de activa generosidad social pese igualmente. Incluso, habría que pensar que toda muerte en la tortura, como se supone es este caso, es particularmente aterradora, psicológica y moralmente, tanto por el que la padece y que lucha por mantenerse en vida, pero también por su solidaridad y dignidad, una suerte de extrema contradicción humana, como por la saña calculada, programada, prolongada de los torturadores y sus mandantes, tendente a desangrar el cuerpo y el alma de la víctima indefensa. Y da también la impresión de que en esta muerte física el alma no fue domeñada, el máximo y posible triunfo del valor y la nobleza humana. Como igualmente se evidenció la miseria de la especie, a destacar la del fiscal, que a minutos del suceso no dudó en exculpar a los esbirros. O los que debían dar la cara y todavía no lo han hecho, los jefes que todo lo ordenan y lo saben. Pero, sin duda, hay que agregar que desde hace ya un largo rato el mundo nos mira atentamente, despavorido, como se evidenció en la última asamblea de la ONU; y nosotros vivimos con nuestras vísceras a flor de piel, tanto hemos padecido y padecemos. Todo ello y quién sabe qué otra cosa fue lo que se coló en los titulares de medio mundo y hasta algún diario nuestro se portó, al menos por un día, como exigen las reglas del periodismo universal.
Vimos en la misa de cuerpo presente, oficiada por el cardenal Urosa (y presente el nuncio apostólico), lo que también mucho dice, en la capilla de la parroquia universitaria de la UCV, a líderes de todas las toldas políticas. Estaban María Corina Machado y Henrique Capriles, verbigracia. Quién quita que este cadáver que tanto conmovió al venezolano de hoy, paciente de una teatralización infame, tenga un costo grande para quienes torturan a un país entero y sea una lección para los que, en la otra orilla, quieren montar sus títeres de mala muerte, con sus tristes diferencias, muchas veces más imaginarias, transitorias y paupérrimas que realmente ideológicas y auténticamente estratégicas. Y, por último, recordarnos que lo que está en juego es mucho, tanto como la trágica muerte de un hombre justo como Fernando Albán. De él estar aquí, creo que eso le daría dicha perdurable.