Hace 2 semanas, apenas cumplidas 8 de la instalación del gobierno de Iván Duque, 50.000 estudiantes de los 2,4 millones que hoy procuran educación superior, junto con algunos profesores y rectores de las 32 universidades públicas colombianas, desfilaron por varias capitales de provincias, y la misma Bogotá, exigiendo poner fin al desfinanciamiento consecuente del sistema creado por una ley de hace un cuarto de siglo.
Ruina económica socavada por el traslado durante ocho años del gobierno de Juan Manuel Santos, de los fondos públicos (aproximadamente 3 billones de pesos) hacia universidades privadas para alimentar el proyecto Ser Pilo Paga, con el cual se hizo creer que se solucionaba la educación de los “mejores, pero pobres”, mientras “enmermelaba” la universidad privada para obtener el apoyo, de sus rectores y profesores, al negocio Santos-FARC, que llevó al Senado y la Cámara a 10 atroces criminales y narcos sin pagar un día de cárcel ni entregar uno solo de los 19 billones de pesos que, según el fiscal general, recaudaron en los últimos 20 años secuestrando, arruinando la infraestructura, desplazando millones de campesinos, asesinando a miles de soldados, violando a cientos de jovencitas y muchachos, ingiriendo centilitros de licor de marca o recibiendo la visita de directores y columnistas de periódicos miembros de la social bacanería.
Según el Sistema Universitario Estatal, con los 3 billones invertidos desde 2016 en 40.000 colegiales, la universidad pública habría podido educar 400.000. Una de las privadas vinculó 1.906 becados, recibiendo 47.000 millardos de pesos, mientras 3 oficiales, que inscribieron 2.500, apenas cobraron 12 millardos a un costo promedio por estudiante de 25 millones para las privadas y entre 2 y 6 millones para las estatales.
Al final del día, el promotor de las jornadas, senador Gustavo Petro, intervino culpando a los gobiernos de Pastrana y Uribe de la quiebra, científica y física, de las universidades públicas, “según consta en el Génesis”. Y como en El extraño mundo de Subuso, una de las líderes del garbeo dijo que el comandante Aureliano había abusado al entrometerse, porque garló 15 minutos cuando le habían ofrecido 5.
Tres causas han contribuido, desde la década de los noventa, para que las universidades públicas y la educación de las clases vulnerables carezcan de la inversión adecuada. La corrupción fomentada por el Frente Nacional con la paridad política en los puestos públicos y el combustible del narcotráfico; la Ley 30 de 1992, de César Gaviria y Holmes Trujillo, y el decreto 1279 de 2002 de Andrés Pastrana y Lloreda Mera.
Aun cuando el líder de la Segunda República Liberal (1930-1946), López Pumarejo, y su ministro de Educación, Jorge Zalamea, entendiesen la universidad más como una «Escuela de Trabajo» que «una Academia de Ciencias», la posibilidad del libre examen de las ideas, la participación democrática de profesores y estudiantes en su gobernabilidad y el cogobierno, la hicieron, al menos en ese momento, el centro intelectual del cambio que requería la nación. Tanto la matrícula de estudiantes como los aportes del gobierno para su funcionamiento, se triplicaron y, a pesar del fracaso del gobierno liberal, la Universidad Pública pudo, en las décadas siguientes, diversificar la enseñanza del Derecho y la Economía y crear las facultades de Antropología y Sociología.
El asesinato de Gaitán y la violencia institucional señalan el fin del experimento del modelo liberal en la universidad. A partir de entonces, y con la formalización del Frente Nacional, la universidad fue convertida, primero, en oficina de títulos, y luego en «el otro mundo», un lugar de asilo y refugio de intelectuales y dirigentes que no podían, o no quisieron, hacer parte de la guerra de guerrillas y el terrorismo, o consideraron que desde el campus universitario podían prestar apoyo a la insurrección. Para el gobierno de Lleras Restrepo, la universidad estatal ya había perdido el perfil que quisieron darle los gobiernos liberales y los conservadores. Se había convertido en un centro de resistencia de pequeños grupos de chiflados que hablaban y pensaban haciendo eco de los conflictos de la Guerra Fría y cuyo objetivo final, tanto del profesorado como de los estudiantes, era la toma del poder.
Con un retraso de casi tres décadas, la Ley 30 de 1992, cuyo ponente fue el senador trotskoturbayista Ricardo Mosquera Mesa, pretendió poner a tono las universidades públicas con la internacionalización de la Economía y el desarrollo de las nuevas tecnologías, fortaleciendo la investigación social y científica, y/o menguando los abismos entre educación y país real con la creación y fomento de posgrados y doctorados. Confiaban con ello abolir la politiquería con la repartija de las facultades y departamentos entre los principales partidos y grupúsculos de la social bacanería que lograron, con el establecimiento de la autonomía universitaria y la declaratoria de república independiente para la Universidad Nacional en la Constitución de 1991, su mayor conquista.
Antanas Mockus siendo rector de la Universidad Nacional de Colombia en 1993
El Consejo Nacional de Educación, que fue integrado por 17 miembros, en su mayoría decantados de los partidos políticos universitarios, se acreditaría a sí mismo, aprobaría los nuevos programas y establecería las pautas de la titulación. Más la bolsa de la vida: el artículo 86 que señala: “Las universidades estatales u oficiales recibirán anualmente aportes de los presupuestos nacionales y de las entidades territoriales, que signifiquen siempre un incremento en pesos constantes, tomando como base los presupuestos de rentas y gastos vigentes a partir de 1993”. No en vano las mayorías políticas del Estatuto de 1991 las completaron el Partido Liberal, con 25 constituyentes, y el M-19, con 19.
Pero la cereza del martini fue el decreto 1279 de 2002 que estableció para las universidades públicas un sistema de roles y recompensas privilegiando las aventuras de la investigación sobre las tareas de la docencia, destruyendo ambas y haciéndolas contradictorias. Los partidos políticos universitarios y sus acuciosas burocracias encontraron en este decreto su minería ilegal, cuyo Gramalote es el Acuerdo 16 de 2005 del Estatuto de Personal Docente de la República Independiente de la Universidad Nacional. A la fecha, un profesor con doctorados puede ganar, si tiene al menos 10 años de vinculación, entre 10 y 30 millones de pesos mensuales, (Véase http://www.unal.edu.co/dnp/Archivos_base/Estadisticas/Estadisticas_Docentes_Febrero_2015.pdf ) “dictando”, si tiene amigos entre los jefes, una clase, o tres, si carece de ellos. Los mismos decanos, jefes de departamento, jefes de división, vicerrectores, entran y salen por las puertas giratorias de los comités de asignación de puntajes y los nombramientos. A lo que hay que agregar los cabecillas de las investigaciones interdisciplinarias que pueden contar hasta con un ciento de participantes y beneficiados, y que van desde el mensajero y las secretarias, hasta los futuros miembros de los comités de paz de todos los gobiernos o las oficinas de planeación todas las alcaldías.
Los resultados de esta inmensa corrupción, en nada inferior a la que carcome el Poder Judicial y su Corte Suprema, son dilatados. Según el Índice de Transparencia Nacional de 2015 las universidades públicas se encontraban en una escala de 56,4% de riesgo alto de corrupción. Una indagación realizada con la ideología de la social bacanería, sobre el funcionamiento de los entramados de la corrupción en las instituciones estatales, señala las alianzas entre el gobierno central, los gobiernos regionales, los representantes de los gremios de la producción, los rectores, ex rectores, decanos y jefes de departamentos para operar y migrar cientos de profesores de cátedra de acuerdo con sus intereses políticos tanto internos como externos. O los intentos de los políticos de las regiones por apoderarse de las instituciones mismas en Córdoba, Sucre, Magdalena, César, Atlántico o Santander, desplazando las guildas social bacanas que las han controlado por décadas, o las de Tolima, Quibdó o Pamplona desgreñadas por el crecimiento burocrático, la malversación de los fondos, la falsificación de notas y títulos y los simulados egresados y profesores, etc.
Otro cronista ha recordado el caso de un rector que recién elegido, luego de haber militado en todos los partidos de la social bacanería de la década de los sesenta, lo primero que hizo fue iniciar su campaña hacia el Ministerio de Educación creando, hasta la fecha de hoy, un periódico mensual inserto en el diario de mayor circulación del pueblo, una revista bimestral para publicar los artículos de sus amigos y elevarse los puntajes, la compra de una rotativa último modelo para editar cientos de títulos que nadie leyó, una emisora frecuencia modulada, y la entrega a sus partenaires de los programas de televisión que confeccionaba para la programadora local. A renglón seguido inventó una Fundación de Apoyo a la Universidad para con fiducias de 25 millones de dólares crear un complejo hotelero con auditorios y aulas para desarrollar programas de educación continuada, con institutos de altos estudios jurídicos y relaciones internacionales mirando hacia el mare nostrum, o una corporación de biotecnología y otra de medioambiente y otro más de investigaciones forestales con árboles traídos del África y Oceanía y los páramos de la China milenaria, cambiando la composición de los consejos y los estatutos, con el fin de hacerse reelegir cuantas veces le viniera en gana. Y, por supuesto, un equipo de fútbol.
Al ver que a todo este delirio faraónico o mafioso se le caían los andamios jurídicos y económicos, decidió ausentarse, en comisión remunerada, por cien días, a una capital de Europa donde disfrutó de vinos y jamones, pero a su regreso fue puesto en chirona, pagando la mínima suma de siete años entre los salones de sus espléndidos pisos, atiborrados de enseres avejentados por los astutos impostores de antigüedades.
Un editorial de El Tiempo, del sábado 12 de agosto de 2006, decía: “Las revelaciones sobre el convenio entre la Facultad de Artes de la Universidad Nacional y el Instituto de Desarrollo Urbano de Bogotá vienen a sumarse a los casos aberrantes de la Universidad de Cartagena con varias entidades territoriales y al de otros centros de estudio, públicos y privados, con la Cámara de Representantes en escandalosas contrataciones”.
Desde 1965, cuando José Félix Patiño pretendió reformar la universidad con los modelos estadounidenses, las mayorías democráticas han estado ausentes en su gobernanza, haciendo de ella un coto feudal de los barones universitarios, puntuales caciques del autoritarismo, y de sectas ideológicas cuyo propósito es la destrucción de las instituciones mediante la ecolalia y el desprecio por todo aquello que represente identidad nacional o continental.
Los gobiernos del Frente Nacional y las administraciones posteriores han fomentado una burocratización de la universidad que aniquila toda transparencia en la toma de decisiones, dando patente de corso a las manipulaciones de grupos, que protegiendo sus intereses, ahondan la brecha existente entre los estudiantes y los profesores. Los profetas de la posmodernidad y la posverdad han hecho desaparecer en la universidad pública todo vestigio de oposición a sus apetitos burocráticos, con la venia de una sociedad cada vez más confundida y sin rostro.
Antanas Mockus durante la Instalación del Senado de Colombia en 2018
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