La exacerbación de la podredumbre, de la corrupción y el acusado entendimiento de parte de las élites políticas latinoamericanas –arguyendo necesidades de paz y gobernabilidad– con las manifestaciones más perversas de la criminalidad transnacional contemporánea: el narcoterrorismo y el lavado de los dineros sucios, está produciendo un hartazgo en nuestras sociedades. Acaso algo bueno podrá salir de ello, en revancha. La perspectiva es hoy más clara y rasgadora que en el pasado reciente, sin lugar a duda, pues hasta ayer se creía que todo se reduce a la corrupción de siempre.
Lo paradójico es que quienes, a finales del siglo XX e inicios del siglo XXI, asumen las banderas de lucha contra la falta de probidad y el reclamo por la rendición de cuentas de parte de los funcionarios del Estado –lo que en el pasado se conoce como el juicio de residencia– llevando a los políticos ante el patíbulo de la opinión pública, al término son hoy los realizadores del matrimonio diabólico de la misma política, en nombre de la anti-política, con el mundo del narcotráfico y el crimen globalizado.
Se trata de los marxistas y sus usufructuarios de circunstancia –los de siempre y en toda hora, en gobiernos de cualquier signo– y que, a conveniencia, viudos del cambio de la historia ocurrido junto con la caída del Muro de Berlín, huérfanos y discriminados como se dicen, mutan a propósito en socialistas del siglo XXI. Ahora se diluyen –bajo la escuela de los Zapateros y los Samper– tras el telón del “progresismo” o del humanismo socialista, luego de quedar todos al desnudo con los escándalos de Lula da Silva en Brasil, la Kirchner en Argentina, la macabra pareja nicaragüense de los Ortega, Morales y sus socios-listos, Maduro y sus socios de cartel en Venezuela, y párese de contar.
El caso es, que hasta finales del pasado siglo el problema, que efectivamente lo es y lo repito, se limita a la corrupción administrativa, al peculado o la desviación de dineros del tesoro público para asuntos distintos de los preestablecidos por la ley: Una enfermedad que carcome en la propia región desde las guerras de Independencia, cuando Bolívar y Páez, desde Venezuela y como molde, ofrecen a los suyos, a sus soldados, repartirles liberalmente los bienes del gobierno si logran la victoria.
De la corrupción me hablan, en efecto, los imberbes soldados quienes participan de las asonadas de 1992 en calidad de “bolivarianos” y quienes, ante mi reclamo, así se justifican. Buscan resquicios constitucionales para encubrir la felonía. No por azar -es lo que importa subrayar y reitero en varios de mis libros (De la revolución restauradora a la revolución bolivariana, 2009; El problema de Venezuela, (2016); Civilización y barbarie, 2018- la impudicia del comportamiento virreinal de quienes en nombre de la anti-política se hacen del poder público venezolano, una vez alcanzado frenan la simulación. La codicia es más fuerte y ser simples corruptos no les basta.
Tanto que, desde el primer día de su elección, cuando asume como presidente electo el pacato comandante de Sabaneta de Barinas, Hugo Chávez Frías, lo primero que hace es ordenar se le fabrique su banda presidencial en Madrid, por la misma firma que elabora la de los reyes españoles. Era un primer síntoma, un mal signo. Pero ello es “peccata minuta”. No pasan meses sin que llegue lo insólito e inédito, elpacto con las FARC de agosto de 1999 para hacer del Estado venezolano domicilio del crimen de narcotráfico y el tráfico de armas a nivel global. Lo que conlleva a un predicado hoy manifiesto: el marxismo tropical y militarista asume el poder para no dejarlo o abandonarlo jamás.
No se trata de lo que repite el dictador Juan Vicente Gómez durante la primera mitad del siglo XX: ¡De aquí no me saca sino Dios! Es que el Estado es en lo adelante el articulador del mal absoluto, y por ello sorprende que, quienes desde la acera de la política vuelven ahora por sus fueros, para expulsar del poder regional a las manifestaciones de la anti-política vestidas de socialismo, creen que el asunto es político, como la corrupción, y nada más, que urge cauterizar otra vez, y nada más.
Extraña, por ende, que en la medida en que el escándalo de Odebrecht –transnacional brasilera de las “mermeladas”, dirían los neogranadinos– cubre a la región y remueve gobernantes beneficiados de sus coimas, en otra aparente operación anti-política, todos a uno, políticos y antipolíticos no mencionen lo vertebral y que le ha dado muerte a la política dejando a nuestras sociedades sin tejidos, haciéndolas líquidas, sometiéndolas a la inopia, a saber, el dominante de las drogas y sus negocios.
Siendo así, cuando se aprecia que algunos políticos le sirven la mesa a las prácticas anti-políticas del narco-poder, para forzar un juego de alternabilidades simuladas, uno se harta y hasta se dice ¡que se vayan todos, políticos y antipolíticos, y que el último apague la luz, para que otra luz renazca!
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