Cornudo; qué palabra fea. Mejor ladrón. Con parecido impacto, pero que se puede contrarrestar con un enfático “falso, jamás en mi vida he tocado algo o un céntimo ajeno”. Sin embargo, no basta con decir “yo no soy cornudo”; no tiene credibilidad. Su efecto es hasta contraproducente: pobre, siempre es el último en enterarse.
Imagínese una primera plana en la que lo tilden de “cornudo”. Hay que esforzar mucho la imaginación, ciertamente, porque eso casi que no ocurre. Escapa a una básica ética y conducta profesional común, prácticamente, a todos los periodistas. Pero además es un riesgo cierto, el responsable, y tiene que haberlo con nombre, apellido y dirección, se expone a denuncias penales y juicios civiles. Hay que poner la cara. En mi país, Uruguay, hasta hace 25 años, el duelo estaba legalizado y reglamentado. Quiere decir que también había que poner el pecho.
Es difícil que pase en medios tradicionales. Si ocurre –puede que en alguna prensa basura– no preocupa: las personas que importan no le dan crédito y las pocas que le dan crédito no importan.
Es distinto, en cambio, en “las redes”, donde cualquier cosa puede viralizarse y donde los trolls actúan a sus anchas, dando incluso la sensación de que individualmente son muchos más y con mayor trascendencia. Un dato este muy peligroso y más en una época en que gobernantes ya no solo se guían por lo que dicen las encuestas, sino que tiemblan ante “las redes”.
Internet, Twitter, las plataformas, en fin, todo lo que hace a esta nueva era de la información ha sido un inmenso aporte a la libertad y ha hecho que efectivamente los ciudadanos puedan ejercer su inalienable derecho de informarse, buscar información e informar.
Lamentablemente, estos instrumentos dan vida y generan plagas paralelas e indeseables: son una vía para el enchastre, para los cobardes comunicadores anónimos que tiran la piedra y esconden la mano y hacen carne –por suerte cada vez menos– en distraídos e ignorantes.
Twitter, por ejemplo, ha impulsado a una inmensa generación de pensadores, sabios y filósofos y a una cantidad de académicos con un “bagaje intelectual” increíble (derivado de Google), que uno ni sabía que existían. Y entre todos se destacan muchos presidentes: Trump, Putin y la “ex” Cristina Kirchner a la cabeza. Cada uno con su tabla de “bienaventuranzas” propias.
Es entonces que vuelve la vieja discusión y surge la pregunta: ¿Pueden los presidentes tuitear así, a gusto y gana y a diestra y siniestra, como sí lo puede hacer cualquier ciudadano?
Donald Trump ataca a los periodistas, a los medios, a la libertad de prensa. ¿Lo puede hacer? Teniendo en cuenta la “primera enmienda” y que es el jefe de uno de los tres poderes republicanos de la nación, ¿no se configura ningún tipo de “apología al delito” en su caso?
Tengo derecho de hacerlo como cualquier ciudadano, dirá él y lo dice, y en general es aceptado. Pero la verdad es que él no es cualquier ciudadano; tiene privilegios y potestades que no las tiene el resto y por ende tiene obligaciones, deberes y limitaciones que tampoco las tiene el resto. Pasa con los militares a quienes se confían las armas de la nación, pero se les limita políticamente y también en cuanto a expresar sus opiniones en la materia; pasa con muchos hombres públicos que dirigen organismos estatales o ejercen determinados cargos de gobierno que se someten y quedan sometidos a diferentes limitaciones por un cierto período. Hay decenas de ejemplos y pasa en todos lados.
¿Y por qué los presidentes no van a tener límites? ¿Por qué se les permite abusar? Antes con las cadenas de radio y TV, aburriendo e indignando a sus pueblos hasta el infinito y ahora locos de contentos a caballo del Twitter que los hace sentir unos campeones
Lo que el sentido común marca es otra cosa. Si cualquier ciudadano dice que hay que declararle ya la guerra a Rusia, no es lo mismo que lo diga el presidente Trump, por Twitter o como sea. Aquel pasa a ser en definitiva un mero loquito suelto, pero en el caso de Trump es distinto, aunque muchos piensen que es también otro loquito suelto. Y aunque lo sea, es mucho más peligroso.
Cuando Trump ataca la libertad de prensa, atenta contra la Constitución de su país y comete un delito. No se trata de un mero ejercicio de la libertad de expresión.