Entre los primeros anuncios del equipo de López Obrador, que no necesariamente recibieron una gran atención en la campaña, figura el de centralizar las delegaciones federales en cada estado en una sola representación. Como tantas otras propuestas surgidas o por emerger durante el período de transición –interminable– se puede tratar de globos de ensayo bien pensados, ocurrencias de un colaborador designado o con ilusiones de serlo, promesas de campaña en búsqueda de una traducción a políticas públicas, etc.
Es difícil determinar por ahora si las declaraciones de Loretta Ortiz, una académica y abogada seria, así como las designaciones de ex candidatos a gobernador o senadores electos, como Delfina Gómez en el estado de México y Carlos Lomelí en Jalisco, son simples llamaradas o si constituyen señales precursoras de lo que viene. De confirmarse el esquema –que no figura, hasta donde pude comprobarlo, en las 480 páginas del Plan de Nación de AMLO– se trataría de la reforma más ambiciosa y significativa de las que ha programado López Obrador, mucho más trascendente que las trece iniciativas presentadas ante funcionarios electos en estos días. Podría revolucionar el falso, vetusto y disfuncional federalismo mexicano, pero tal vez sustituyéndolo por algo peor.
Es un hecho que las dependencias federales gastan grandes cantidades de dinero en sus delegaciones estatales, y que en algunos casos se duplican funciones. También es cierto que dichos cargos suelen ser premios políticos y, desde 2006, partidistas, para cada nueva administración. Es a través de los delegados que se entregan dádivas, que se desvían recursos, que se ejercen favoritismos y se roban recursos. Pero, al encontrarse fragmentadas y en ocasiones confrontadas entre sí, estas delegaciones carecían de poder frente al gobernador estatal y a sus diputados, quienes eran los que a final de cuentas gestionaban recursos en la Ciudad de México. El gobernador mandaba o robaba, o ambas cosas, pero representaba un cierto contrapeso al gobierno central. Cada delegado respondía al titular de su dependencia, y no directamente al jefe del Ejecutivo. Este esquema alentaba la corrupción e imposibilitaba la rendición de cuentas: todo el dinero era de Hacienda en CDMX, pero solo el gobernador –y su congreso local– supervisaba el gasto de ese dinero.
Con este proyecto, todo eso se acabó. Como ya lo han dicho varios especialistas, los nuevos enviados del poder presidencial van a ser auténticos virreyes o procónsules al estilo romano. Dependerán por completo de la presidencia. En los hechos sustituirán a los gobernadores. No es una casualidad que dos de los más importantes prefectos (término romano y francés, como representante de la autoridad central) son dos ex candidatos derrotados en elecciones para gobernador: Delfina y Lomelí. Conviene recordar que justamente el “prefecto” fue creado por Napoleón Bonaparte en 1800 para restablecer el orden o poder central después de once años de convulsiones revolucionarias. Fue parte del diseño napoleónico de construir una estructura administrativa y política centralista por excelencia.
¿A quién van pedir audiencia los políticos locales, los empresarios, los medios de comunicación, el obispo o cardenal, el rector de la universidad o el abogado más distinguido de la comarca? ¿Querrán entrevistarse con el gobernador, sin recursos ni accesos en México, o con el representante personal de López Obrador en Chilpancingo o Culiacán?
Desconocemos por definición las verdaderas motivaciones de esta reestructuración: ahorro, lucha contra la corrupción, centralización del poder, volver más eficiente la administración pública, o todas ellas. Tampoco sabemos si el proyecto prosperará: los obstáculos jurídicos, laborales, y burocráticos pueden resultar insuperables. Intuyo, sin embargo, que al igual que en muchos otros rubros, López Obrador se propone aquí poner en práctica una buena idea, por malas razones. No es una buena receta.
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