Uno de los comentarios, o de las conclusiones, más generalizados sobre la elección del pasado primero de julio parte de la idea de que el electorado le dio un mandato excesivo a Andrés Manuel López Obrador. No solo obtuvo 53% de la votación en la elección presidencial –lo cual le hubiera permitido vencer en una primera vuelta, de haber habido segunda vuelta– sino que obtuvo una mayoría en ambas cámaras del Congreso, cercana a la mayoría calificada para modificar la Constitución, y en un número de gubernaturas que no necesariamente se esperaba. Gente con experiencia, ideas, y desde luego inteligencia, ha especulado que la ausencia de contrapesos que implica este resultado es dañino para la democracia en México y puede desembocar, o bien en un régimen autoritario, o bien en un régimen que por la vía democrática impulse cambios contrarios, en el fondo, al interés general de la sociedad mexicana.
Entiendo muy bien esta suspicacia. Desde 1994 no ha habido un presidente con el mandato –real o artificial en aquel momento– de López Obrador. En 1997 el PRI y Ernesto Zedillo perdieron su mayoría en la Cámara de Diputados, y en la jefatura de gobierno de la capital de la República, y mucha gente piensa, creo que con algo de razón, que ahí comenzó la alternancia en México. Y en ese momento y posteriormente en las elecciones sucesivas, muchos colegas consideraron que la ausencia de mayorías legislativas por parte del presidente –en 2000, 2006 e incluso en 2012– eran parte de los checks and balances de una democracia normal. Se comprendía que en un país con una tradición autoritaria y sin separación de poderes este hecho fuera considerado como un avance, digno de aplauso.
Nunca estuve de acuerdo con este enfoque. Desde 2004, en un libro de campaña, Somos muchos, ideas para el porvenir, propuse que México debía adoptar un sistema que le diera al presidente de la República una mayoría casi automática en el Poder Legislativo para que pudiera poner en práctica el programa de gobierno por el cual había sido electo por la ciudadanía. Posteriormente, en 2010 y en otros años, con Héctor Aguilar Camín y otros, insistí en lo mismo. Era indispensable para un país tan necesitado de cambios, como el nuestro, y donde el andamiaje institucional resultaba tan reacio a ellos, que legisláramos de tal suerte que se pudieran dar los cambios que la ciudadanía quería. Si los votantes elegían a un presidente que deseaba transformar radicalmente el panorama económico, social, político e internacional del país, entonces debían también contar con una mayoría en el Poder Legislativo para que eso fuera posible. Yo en lo personal podía estar de acuerdo o en desacuerdo con el programa que propusiera tal o cual candidato. Pero me parecía entonces que así debía ser, en un país, insisto, tan ansioso de cambios como México.
Hoy en día, cuando a López Obrador se le dio ese mandato, resultaría ser terriblemente hipócrita o deshonesto de mi parte reclamarle a él o al electorado el haber votado como votó en esta materia. Desde luego que hubiera preferido yo que la sociedad mexicana no votara tan abrumadoramente por AMLO, ni mucho menos que le otorgara una virtual mayoría constitucional en ambas cámaras. Pero el hecho es que la sociedad mexicana le entregó ese mandato y pienso que debe poder traducirlo en las políticas públicas que él, con mayor o menor precisión o engaño, le propuso a la sociedad mexicana. Siempre he sido partidario de un sistema electoral que le entregue la confianza a los votantes, se equivoquen o no.
Entiendo las objeciones. Nuestras instituciones no son las francesas o las alemanas. Además, el exceso de mandato procedente de la elección de estado promovida por Peña Nieto también cuenta. Por último, nadie puede discutir el hecho de que México no es otro país: según entiendo, hubo municipalidades donde sin haber candidato de Morena, igual Morena ganó. Pero no puedo sostener un a priori antimayoriteo, si eso he pensado siempre que debe ser lo que el país necesita. No fue este mayoriteo. Pero la postura institucional de cada quien no puede depender de la preferencia política. El programa de López Obrador es, en mi opinión, nocivo para el país. Pero es el que los mexicanos escogieron. Tienen derecho a que se ponga en práctica a plenitud.
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